El cielo azul, sin una sola nube, como una piscina inversa. Antes, solo los chiquitos sobreprotegidos como mi sobrino tenían que usar camiseta en la playa. Nos reíamos de ellos o nos daba lástima. Se veían acalorados, incómodos, detenidos por el peso del algodón mojado. Ahora las usamos todos, de manga larga, con protector solar incorporado, de marcas surfistas y acuáticas.
Volvíamos como a las dos de la tarde. Yo con mi cargamento de contrabando de caracoles que había cazado en la playa. Mis favoritos eran los que parecen babosas y se viven en conchitas, que brillan cuando el mar se retira. Sacan los labios grises al sol y los agitan. Los acumulaba en un tarrito de mantequilla con un poco de arena y soñaba en crear una comunidad de mis propias mascotas. Hubiera preferido los ermitaños, mucho más activos, pero me daba miedo tocarlos y que me muerdan.
No me gusta el mar pero me da miedo decirlo. A todos les gusta el mar. A mí me da un poco de asco. No sé nadar. Me molesta sentir piedras en la planta de los pies y me da miedo lastimarme o cortarme. Me horroriza cada ola y se confirma el temor cuando se viene una grande que me revuelca. No puedo tirarme contra la ola y pasarle por debajo. Me conformo con estar justo antes de donde se forman y que con cada una me eleve un poquito y me maree poco a poco el movimiento. O en la orilla, buscando mis caracoles, recolectando conchitas, sintiendo cómo se me desmorona el piso con cada oleaje. Me da un poco de asco la espuma amarillenta, lo que trae el mar cuando trae cosas muertas. La arena que no es blanca. La que se me acumula en el vestido de baño. Tanta gente.
Prefiero las piscinas pero no hay en la playa, solo en las fincas privadas. A veces a mis tíos les prestan una y me invitan y yo voy feliz aunque tenga que ir a misa los domingos, dormir con el ruido de un abanico y la mantequilla se derrita cuando la dejan afuera. Nosotros nunca vamos a hoteles. Hacemos paseos de un solo día, con sanguches de paté y huevo duro. Jacó, Puntarenas, Doña Ana.
Huelo a sudor revuelto con aceite de coco y repelente de mosquitos.
Antes de empezar el regreso, en un puesto del Paseo de los Turistas por granizados y ensalada de frutas con helados. Nadie me sabe explicar porqué se llaman Churchill. Nunca tienen suficiente sirope y al fondo el rojo se va diluyendo y deja al hielo inerte, intacto. El dulce no va con el calor y me agrava la sensación de pegoste, pero el agua del tubo es tibia y salada y aquí el jabón, si hay, no hace espuma. Crecí creyendo que nadie come caliente en la playa salvo cuando hay plata y entonces es Matelimón a la orilla del estero, pescado entero, ceviche, patacones.
Quiero vigorón de la calle, en hoja de plátano. Quiero un collar de conchitas. Quiero un juguete inflable y un adorno hecho de caracoles barnizados. Quiero un flotador, pero ya nos vamos y en San José no hay donde usarlo. Quiero prestiños. Quiero una Coca Cola fría, pero el hielo podría estar contaminado con caca.
Un carro sin aire acondicionado. La sensación del vinyl pegándose a la parte de atrás de las piernas. Pelear por una ventana que se manipula manualmente y sacar la mano y sentir el viento entre los dedos, en el pelo, en la cara. El parabrisas lleno de polvo y los pies de arena. La sensación pegajosa en la piel, porque no hay forma de quitarse la sensación a mar en una ducha alquilada en la playa. La arena que empieza a arder y a raspar, en cada recoveco, cada doblez del cuerpo.
Nos cambiamos a la carrera detrás de un paño o nos venimos en vestido de baño. Cada tirante se siente encarnado en la piel ardida de la espalda. El pelo viene hecho una estopa. Me pican los piquetes de mosquito, pero son peores los de purrujas, que ni siquiera hacen una roncha que me pueda marcar con las uñas. Me molestan las chancletas porque nadie me cree que me maltratan esas que tienen una tira entre el dedo gordo y el resto. No encuentro acomodo y cada vez que pregunto si falta mucho, ya ni siquiera me contestan.
El cielo azul sin una sola nube y un paisaje de cuesta en subida, con velocidades muy lentas, carros a los lados varados, con familias esperando a que se enfríen o a que alguien se detenga a ayudarlos. No hay teléfonos celulares. Hay talleres de pueblo abiertos, prósperos en la certeza de los problemas mecánicos ajenos. Gente caminando buscando un teléfono público para llamar a la grúa o a la familia, con una pichinga buscando una gasolinera.
Paramos en Esparza a comprar galletas polacas, melcochas de natilla, bolsas largas de semillas de marañón, marañones, cajetas y esos bananos secos que el solo olor me da náuseas. A veces mangos y sandías y otras frutas y hay que tratar de acomodar todo en la joroba y pasar maletines al frente y ponerlos a los pies e incomodarse un poquito porque de todos modos ya vamos de vuelta.
Paramos de nuevo porque alguien necesita orinar. A veces en plena carretera, y se improvisa privacidad detrás de una puerta abierta y el papel higiénico de la guantera. A veces, si hay plata, en algún restaurante a comer algo pequeño que paga el derecho de uso del baño, desvencijado, con puerta incompleta y picaporte o gancho. Atenas, para toronjas confitadas. Tampoco me gustan. El azúcar no logra engañar lo amargo.
Nunca me duermo de camino. Mi primo se vomita en alguna curva. El o alguno de nosotros y hay que parar de nuevo y tratar de limpiar un poco con el agua ya tibia que se trae en una botella vacía de coca cola. No hay toallitas húmedas todavía. Algo le cayó mal, de todo lo que comimos. O tal vez es el olor a marisco descompuesto de mis caracoles, que prefirieron la muerte colectiva a una vida de mascota citadina, como la mía.
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