Meine liebe Cornelia,
La colonización tiene sus venganzas y si los holandeses dominaron los mares, Indonesia, Sudáfrica, Java, Japón y Surinam y fueron el país más rico de los 1600, ahora lo están pagando en la cantidad desbordante de turistas que parecen inundar la ciudad todos los días, a todas horas, bajando desde la estación central hasta el Dam.
Amsterdam desaparece debajo de esa marea y el área que le ganaron al mar se la comen los pasos de miles de turistas de todos los rincones del mundo, aliviados de encontrar una ciudad donde se habla algo más complejo que el alemán pero donde el que no habla inglés, es como si fuese mudo. Por culpa de la globalización, esta ciudad se ve como todas las demás, con las mismas tiendas, las mismas marcas, las mismas cafeterías y para este momento, forrada en Minions, como Berlín. Por culpa de los chinos, los souvenirs son idénticos a los de todo el mundo, pero de colores distintos. No hay artesanías. ¿Dónde viven los holandeses en esta capital del Disneylandismo europeo? ¿Hay alguien en esas casitas bailarinas de los libros de cuentos que se están yendo de lado?
No sabría decirte cómo son los holandeses porque no tengo idea de si me crucé con alguno. Sí con muchos turistas perdidos, guía en mano, que chocan con uno por atarantados, no por grosería. Los que iban en bici van volando, imposible detenerlos en medio pedal para un intercambio cultural inter oceánico. Los viejitos hablan solo holandés y muy respetuosamente, le exigen a uno darles el campo en las bancas, en las paradas, en los buses y en los trams. Nadie respeta el orden de las filas. Los Indios son insoportables como turistas, casi como los japoneses o los chinos. Es tanto lo multi kulti que intoxica. El primer día hizo mucho frío, pero ya ayer y hoy, los que no han visto baño hace semanas se destacaban por su olor a rancio.
Amsterdam es la ciudad donde en la misma cuadra, convive una iglesia antigua, los callejones con prostitutas en los escaparates- que me hacen pensar en que debí pedir implantes más grandes- kinders para menores de cuatro años, cafés con menús de cannabis y casas residenciales. Donde puedo pasar a punta de muestras de las tiendas de queso y helados artesanales de cada esquina.
Tengo la sospecha que a pesar de la inmadurez, muchas veces forzada, me alcanzó la edad esa donde uno es un conservador de closet: me molesta la juventud atolondrada del hotel, la forma en que caen como langostas sobre el desayuno buffet y por eso hemos optado por madrugar para aprovechar la franja geriátrica mientras ellos pasan la borrachera. Me molesta que la máquina de vender coca también venda condones, tal vez porque esa no fue mi adolescencia y que todo ese chiquillerío venga aquí a buscar drogas, putas y licor. Sí, aunque no sea yo la que consuma. Soy una viejilla amargada e intolerante que repartiría faja para hacer de esta ciudad algo más habitable.
Es el peor lugar para ser uno retrógado, donde por todo lado se aboga por el respeto y la tolerancia y se pone a prueba particularmente cuando uno no le entra a nada de esas cosas. Es una actitud de siglos: desde que dominaban los mares, no tenían el menor problema, por ejemplo, en matrimonios válidos interraciales. Unos adelantados su época.
Los turistas han pasado su factura: hay que pasar por el control del bus o del tren la tarjeta de viajar al montarse y al salir, para que nadie viaje de gratis. No hay un sistema de confianza tan marcado como el alemán. La gente cruza por donde quiere y se le atraviesa a todo. No hay puntualidad alemana. Por todas partes, incluyendo las guías de turismo, hay recomendaciones de cuidarse mucho de los carteristas. Nadie hace caso de la orden de no usar parrillas en los parques, pero recogen la mierda de sus perritos y no hay animales callejeros salvo pájaros y conejos, muchos conejtos. Hay que cuidarse también de los turistas: yo por ejemplo, me levanté un menú de cervezas de un café al lado de un canal, de recuerdo para un amigo en Costa Rica.
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