Le expliqué, entonces, esa costumbre de salir vestido de algo en Semana Santa, mientras en la memoria, la película de las labores de casting del cura de la Santísima Trinidad y todas las muchachas jóvenes haciendo fila en medio de la iglesia para ser examinadas.
En jeans y camiseta, de posición recatada con las manos sujetas al frente, todas de pelo largo, suelto, que de ser elegidas, se transformarían para los procesiones, entre los rasos y los encajes comprados en la tienda de Juan Nassar, halos de alambre pintado y las costureras del barrio harían plata y todos comentarían en las procesiones qué tan lujoso era el vestido, qué tan sencillo, cómo le quedó, si era tela barata o cara, si tenía sandalias del mercado o iba descalza. Cada una pagaba lo suyo, porque la Iglesia no daba apoyo financiero.
El cura caminaba entre las candidatas y le levantaba la cara con dos dedos para verlas mejor. Les analizaba los ojos, la frente, los perfiles, cómo les daba la luz- sobre todo la luz hirviente de marzo/abril de Semana Santa- y, sobre todo, lo piadosas. La capacidad histriónica no contaba.
La Virgen María siempre era rubia, de ojos azules, aun en la versión criolla de aquellas machas de Acosta. Rubia y de ojos azules era la medida de la belleza. La que era muy blanca, pero castaña o de pelo negrísimo, la Verónica. Actriz principal y secundaria. Los compromisos con las familias que donaban o con las señoras beatas, no tan agraciadas, esas salían de Palabra, siete cada año.
Y, aquella tal vez no tan linda, no tan Virgen, no tan pura, comidilla de todo el barrio (“la que tiene cara de mamadora”– decían los chiquillos), pero con un atractivo innegable y que encima se ofrecía en el casting: “Vos, que tenés cara de pecado, de Magdalena.”
Mimí me llevaba todos los años a ver el casting, porque después venía la reunión del turno y ella peleaba siempre hacer o el mondongo o los garbanzos y organizar el huerto y siempre rajaba de cómo le pedían todos los años a mi tío Adolfo, blanquito de ojos gatos y colochos rubios, para sacarlo de Niñito cada vez que fuera necesario y alguien se ofrecía a cubrir los gastos. Para cuando cumplí la edad en que ya podía participar, obligarme a ir a misa era una labor titánica y ni pensar en salir en procesiones. Prefería quedarme viendo maratones de películas de Semana Santa y comiéndome todas las empanaditas de piña y el arroz con leche que hacía mi abuela.
De todos modos, las morenas, chiquitillas podíamos salir de angelito, que no requería selección sino voluntariado. Ya de grande, con la sangre mestiza y la herencia indígena a flor de piel, no salíamos de nada. Ni siquiera de palabra.
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