Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Ana

desde la isla de

Estoy en el cuarto, al borde de una cama donde hay una mujer acostada. Es el cuarto que da a la calle, más largo que ancho, con una ventana enorme que tiene una luz filtrada por el marquiset. Deben ser cerca de las 4 de la tarde porque la luz va perdiendo intensidad y el cuarto se va oscureciendo.

Mimí tiene una mano encima de mi hombro y ahora que lo pienso, no deja de ser poca cosa porque yo debo tener quince o catorce años y ya tengo este tamaño y aun así mi abuela fácilmente me pone la mano en el hombro, para sostenerse ella o para que no salga yo corriendo o para dejarme saber, con el calor de su piel, que está ahí “Siempre detrás  tuyo, aunque no me podás ver. Siempre”.

Ana fue la segunda esposa de mi tío Adolfo. Un matrimonio que duró muy poquito porque él  porque él no pudo ni podría nunca dejar de ser un mujeriego. Una mujer muy cariñosa conmigo desde el primer día, siempre sonriente, invitándome constantemente a su casa, abriéndome las puertas, adoptándome en su familia, aun después del divorcio.  Muchos dicen que fue una mujer muy guapa. Tanto, que mi tío Adolfo es el tercer marido y de cada uno ha tenido un hijo. Tanto, que las malas lenguas decían que también anduvo con Alejandro y Ella se dolía en silencio cada vez que oía el chisme y ni siquiera se esforzaba en desmentirlo.

Ana se está muriendo. Tiene esa respiración del que agoniza, el murmullo de una máquina que se ahoga. Tiene los ojos cerrados, las manos sobre la sábana, la boca entreabierta, la piel amarilla y arrugada. Ana tiene cáncer y se está muriendo y yo no necesito que me lo digan para saberlo.

A la par de Mimí está mi tío Adolfo, también de pie. Las manos enormes de él, sobre los hombros de su hijo de 12 años, que es hijo de Ana y de él. No sé porqué los cuatro estamos en tableu contemplando cómo Ana se está muriendo. Estoy a punto de darme cuenta:

–          Papito– le dice Mimí a mi primo, con una serenidad espesa, mientras lo empuja suavecito hacia la cama- Despídase de su mamá que ya le queda poquito.

Solo Mimí podía saber qué decir en un momento así. Solo ella podía dirigir las cosas, saber qué procedía, dar instrucciones con una voz calma. Mi tío Adolfo es un gigante inútil que a costos se controla para no llorar, para no soltarse a temblar de angustia o para no salir corriendo.

Pero mi primo rompe la estoicidad del momento y en lugar de acercarse solemne y sentarse con delicadeza a la orilla de la cama y tomarle la mano y darle un beso en la frente y volver a su puesto para que los cuatro la viéramos morir, se abalanza al regazo de Ana y llora con toda la desesperación de sus doce años.

El sabe que se está muriendo. El duerme con ella todas las noches. Ha visto cómo la enfermedad ha avanzado. Le da de comer. La ayuda a levantarse y a acostarse. Le inventa historias que la hacen reír. Le frota las piernas como ha visto que yo hago con Mimí. Le trae un vaso con agua, una flor que arranca de un jardín. El la ha cuidado, tal vez porque no entiende que no se iba a curar.

No parar de llorar, desesperado. Mi tío intenta dar un paso para ir a quitarlo, pero mi abuela se lo impide colocándole la mano suavecito en el brazo. No le dice nada pero es le dice “Dejalo. Es su madre la que se está muriendo”

Y Ana, que llevaba días sin  en ese sopor, que estaba más allá de escuchar ruegos de notevayás, nomedejéssolo, mamimami,  mueve las manos que estaban inmóviles en la sábana para hacerle una vez más piojito a ese pelo negrísimo y lacio como el mío y luego, abre los ojos cansados y se conmueve de ver a su hijo y por primera vez en muchos días, se le oye la voz, un poco ronca, raspando el momento:

“Mi pollito, mi pollito…”

Y llora. Su uerpo seco, llora. No como su hijo, pero llora y se le resbalan las lágrimas.  Y le toma la cara entre las manos u lo obliga a verla a los ojos y le sonríe. No. No me muero. Veme a los ojos y convéncete que no. Aquí estoy

“Mi pollito, mi pollito…”

Ana vivió casi tres meses más después de eso, con una vitalidad que ningún médico pudo explicar nunca.

Ayer supe por primera vez que ese día que la vi, tenía 43 años. Apenas uno más de los que tengo yo.  Y se estaba muriendo.


Gotitas de lluvia

Una respuesta a “Ana”

  1. Aunque ver morir a una persona querida le destroza el alma a cualquiera, espero que la persona sen que ese niño se convirtió haya sacado lo mejor de esa experiencia tan fuerte.

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