Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Faroles

desde la isla de

Nunca hice un farol ni participé en desfile de faroles. Nunca esperé la noche de un 14 de setiembre, ni alisté suéter ni paraguas ni me decepcioné del aguacero. Eso, como los comedores escolares y las vacunaciones masivas, eran cosas eran de escuela pública y nosotros éramos los hijos de una clase media aspirante, que dedicaba en medio de la crisis de los ochenta un salario completo a pagar una colegiatura.

Mi escuela tenía banda y solo los chiquillos que realmente tenían talento podían participar. Practicaban todo el año, quedándose después de clases, con instrumentos de verdad y con un profe que era un papá sustituto para muchos de ellos. Ellos tocaban himnos locales y, por supuesto, gringos. A veces, muy osados, la canción de alguna película de moda, pero jamás merengues, salsas o ritmos populares.

Teníamos estandarte y era un honor reservado para los mejores estudiantes de todo el colegio y solo tres: el que lo llevaba y dos a cada lado, que además quisieran quedarse practicando después de clases en la cancha de basketball el izquier dos tres cuatro.

Teníamos bastoneras. Las más lindas de cada nivel eran las bastoneras. Podían mover el bastón igual que las muchachas que veíamos en la tele y usaban uniformes de enaguas cortas y voladas, hombreras militares y sombreros de circo. Y las botas. Unas botas lindísimas con tiritas y botones dorados. Además, las maquillaban. Para ser bastonera, entonces, se necesitaba algo más que ser bonita: había que tener una buena motora fina y los papás de una tenían que tener plata para pagar año con año aquel uniforme.

Las escuelas privadas teníamos que participar en los desfiles del 15 de setiembre de Moravia, que era la única vez al año que recorríamos las calles del cantón donde pasábamos la mayor parte del día.  De hecho el desfile rara vez era el día del feriado. Se hacía entre semana para asegurarse de que participáramos todos y que habría buses para traernos y llevarnos y que el 15 quedara intacto.

Recuerdo el sol que nos obligaba a achinar los ojos. La ausencia de gorros o anteojos oscuros. En lugar de bloqueador, a algunos les embarraban aceite de coco. Los demás quedaban muy rojos. Los pocos papás que acompañaban en el desfile- porque a ninguno le gustaba estar yendo a eso- y las maestras, llevaban cantimploras con agua a la que le echaban pastillitas de menta para dar la impresión de agua fresca.  Mientras caminábamos no podíamos comer helados, granizados y mucho menos pedir un boli o algo que alterara el orden casi militar de aquel despliegue.

El año en que el Ministerio decidió imponer por la fuerza el uniforme único, nos advirtió que al desfile iban todos de celeste y azul o no íbamos. Fuimos, pero con el uniforme de gala que ese año se diseño aun más exuberante, con guantes blanquísimos, pañuelos rojos de seda al pescuezo, azules, blancos y mostazas: una demostración del poderío económico del colegio franciscano del barrio, que se sentía inmune y aparte de las decisiones de las autoridades de gobierno. Como resultado, nos castigaron por cinco años en los que no pudimos participar en nada, solo como pelotón común y corriente y, por supuesto, vestidos de azul y de celeste.

Durante tres años de primaria, que fue el tiempo que me quedó mi vestido de primera comunión, yo desfile de Guatemala. Vestida de micro novia, pero sin el velo, llevaba una bandera gigantesca de Guatemala, junto con otras cuatro sufridas compañeras, para conformar una Centroamérica acalorada, sobre todo debajo de aquel sol, en vestidos de tules, encajes y forros, que cada año nos quedaban mucho más estrechos y que empezaban a ceder en las costuras del tórax.  Cada año había una desmayada. Cada año, solía ser yo esa que se descomponía como a 100 metros del parque de Moravia.

Terminábamos el desfile con los ruedos destrozados y negrísimos, con media bandera embarrada de muchas cosas, ampollas en las manos de irlas llevando, los zapatos blancos todos chollados y los pies en carne viva y así hasta el otro año.

No tengo fotos mías en los desfiles porque Ella nunca iba conmigo. Probablemente por eso precisamente me deshidrataba y terminaba descompuesta. Pero las fotos de mis compañeros confirman que los recuerdos no me traicionan. Más que una actividad, era un castigo. Nosotros hacíamos las cosas sin ganas y sin patriotismo, pero el evento era terriblemente aburrido. El único consuelo era que lo nuestro eran unas cuantas cuadras en Moravia mientras que a muchos les tocaba ir a parar al Estadio Nacional.

15 de setiembre no me despierta la noción de patria, ya ni siquiera para reclamar una independencia verdadera. Apenas me vuelve aquella sensación de tostamiento e insolación, la participación forzada y un terrible cansancio y, cada año, dedico un ratito del día feriado a imaginar en detalle el farolito ingenioso que hubiera hecho y lo lindo que se hubiera visto encendido una noche de lluvia, la víspera de la independencia de Centroamérica.


Gotitas de lluvia

3 respuestas a “Faroles”

  1. Acá también se celebran las Fiestas Patrias (28 y 29 de julio, pleno invierno) con desfiles escolares militarizados. ¡Qué afán de hermanar patriotismo y amor al país con costumbres militares! Recuerdo el revuelo que se provocó hace pocos años cuando se trató de cambiar eso por desfiles de bailes de las diferentes parte del Perú. ¡¡¡Horror!!! Eso no forma carácter, dijeron algunos exaltados. ¿Y marchar todos a una misma voz sí? No tengo respuesta para eso.

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