Mimí, era cáncer. Chiquitito, encapsulado, pequeñito: 3 milímetros de muerte, muy cerca del músculo, pero no se extendió ni al músculo, ni al hueso ni al sistema linfático. Nadie, ni los mismos doctores, creían que podía serlo y se pusieron pálidos- me contaron- cuando el patólogo confirmó que sí era. Todos los exámenes eran inespecíficos o decían que del todo siempre no. Pero resultó que siempre sí. Y que era agresivo y feo y que si me hubiera esperado, digamos, a Semana Santa del año entrante ya hubiera sido muy tarde para cualquier cosa.
Lo irradiaron en ese momento, Mimí. Le mataron a mi pecho la posibilidad de hacerme un golpe de estado. Quitaron todo el tejido y ahora estoy chineando dos bolsas llenas de un gel denso y pegajoso en el pecho y tratando de acostumbrarme a que esas tetas de Barbie son mías, que son mi cuerpo, que ahora me veo así, yo.
No te preocupés porque no me ha dolido nada. Ha sido incómodo, pero cuando uno se salva de una cosa de esas, entrega endosado el derecho de quejarse, ¿verdad? Me siento casi obligada a la felicidad absoluta, a la perspectiva, al esto es preferible a un cáncer. Además, los mamíferos nos acostumbramos a todo. Yo, por ejemplo, a dormir sentada, a llevar dos drenajes de tubos larguísimos en cada costado que terminaban en bolsitas plásticas que se llenaban cada dos horas de sangre, a hacerme curaciones cada seis horas, a usar un top incómodo 24 horas al día. A verme el pecho como una zona de guerra. A tantas cosas, todas ellas preferibles a estar muerta o morirme a pedazos.
Y resulta, además, que yo no sé bien cómo sentirme. No me siento sobreviviente de cáncer, no siento que tengo derecho a ese título. No tuve el diagnóstico desde el inicio, no hubo quimio, no hubo radioterapia, no hubo el proceso extraño de despedirse de todo lo conocido. Fue, casi, una guaba. Todos los años en los que no tuve suerte, todas las rifas que nunca gané, todo eso fue para cumular la suerte de que lo encontraran en la cirugía.
Tampoco me siento valiente, campeona o admirable. La decisión de volarme el pecho fue dura y radical, pero obedecía más a que vos sabés que yo soy muy ansiosa: no podía con la idea de estarme chequeando cada tres meses para que al final llegáramos a esto mismo o peor, hubiera sido demasiado tarde.
He hecho caso, Mimí. La doctora me dijo que no hiciera mucho loco y no he hecho. Me aburro por ratos y luego se me ocurre qué hacer y a veces lo hago, a veces no. Pequeñas cosas me dejan agotada como si fuera una hazaña y quedo frita el resto del día. No me he serenado. No ando descalza. No hago casa con corredor. Sí he comido cuanta mierda. Ya nadaré y nadaré y la grasa me quitaré, pero era mucho Mimí, estar así y además limitada con la comida. Casi que he ganado lo que perdí, pero solo puedo caminar 10 minutos al día y despacio. Calculá.
Marcelo ha sido un ángel, Mimí. No es un buen muchacho, no. Es un hombre bueno. A vos te hubiera gustado. Te habría conmovido ver el cariño con el que me lavó el pelo porque yo no podía mover los brazos. La dulzura con la que atendió todas las llamadas de toda la gente que llamó por vina o por cariño, pero que lo tenían como call center. A todos, contándoles el cuento como si fuera la primera vez, con detalle, personalizándolo. La paciencia que ha tenido para el río de visitas, de flores, de antojos, de estar oyéndome como viejilla de antes contando una y otra vez el mismo cuento a diferente gente. La dedicación a mis antojos, solicitudes, a mis rutas de camión lechero, a mis despertadas a las 3 de la mañana, a mis interrupciones cuando está trabajando, a mis preguntas de si me veo más gorda, si quedaré deforme, de cuándo vuelve Fusito y esa montaña rusa de emociones. Es un buen hombre, Mimí. Va a ser un papá cariñoso.
Ayer lloré por primera vez. Lloré y lloré toda la mañana. Lloré porque estaba estreñida y no lograba nada y se me durmieron las piernas de estar sentada en el baño y volvieron los recuerdos de cuando eso me pasaba chiquita todas las semanas, de leer libros enteros, por horas de pasar sentada en la taza, de la desazón, del peso, de estar como gallina con huevo, de no encontrar acomodo, de ir, volver, ir otra vez y nada. Del miedo a un esfuerzo que me partiera de dolor y en este caso, que me abriera las heridas. Lloré por el miedo y la impotencia de ese entonces y el de ahora. Por el dolor y la angustia, por no saber cuánto iba a estar así.
Lloré porque tuve pesadillas horribles, ansiosas, donde estaba desnuda en una reunión de trabajo y me desesperaba pensando en cómo vestirme antes de que todos se dieran cuenta. Porque encontraba un vestido tejido que me podía pone, pero estaba enredado en el gancho de la ropa y costaba mucho soltarlo. Porque había tenido que caminar desnuda por la calle, procurando que nadie me viera.
Lloré por mi compañera de la U que me encontré de casualidad en un teatro y la vi muy triste. Porque me dio miedo que ella me tratara mal o con desprecio porque en los círculos que ella se mueve se dicen cosas horribles de mí, Mimí, todas ellas mentira. Porque las dos, ella y yo estuvimos frente a la puerta de ese círculo una vez y a mí me tiraron la puerta en la cara y a ella se la tendieron para que se uniera. Y ahora, tantos años después, ella no es la muchacha alegre que fue mi amiga en la facultad y se ve desgastada y triste y lloré porque pensé qué pensaría ella de vernos así, de sorpresa y de pensar en lo que terminó aquello que a mí me dolió tanto y a ella la había alegrado, cada una en su dinámica.
Lloré porque Mork se enteró de que los terrícolas sufrimos de Soledad, Mimí, pero ni siquiera saberlo lo libró, al final, de ella. Lloré porque me leí un libro sobre el cerco a Sarajevo y cómo todos volvimos la cara ante tanta y tanta muerte.
Lloré y lloré y lloré hasta quedarme vacía. Y luego me sentí re balanceada. Y me leí dos libros. Y volví a meditar después de muchos años y como no se me ocurría qué hacer cuando logré normalizar la respiración, opté por nadar en mi cabeza y nadé, nadé, nadé e hice 1200 metros, casi todos de libre.
He pensado en tomarle la palabra a todas las personas que me han dicho que les dejara saber si podían hacer algo por mí y decirles que sÍ: que le paguen a todas sus empleadas una mamografía, que hagan una campaña, que salven así aunque sea una vida.
No sobreviví a nada Mimí. No siento que la vida me esté dando una segunda oportunidad de nada. No me siento con una misión en la vida. No me siento especial, diferente, escogida. No me siento distinta.
No sé qué sentir. No tengo idea. Hoy vi de nuevo un pecho amarillo. ¿Qué sería lo que me ibas a decir, Mimí?
Deja un comentario