Llegué a hacerme la mamografía de todos los años, convenciéndome que era puro trámite, control anual, nada grave. Me la repitieron 6 veces. Me descompuse durante una pero no me solté del aparato y cuando abrí los ojos de nuevo, todo me daba vuelta y empecé a llorar en medio de un ataque de pánico junto con la vergüenza que me dio sentir eso en ese lugar frente a extraños.Un papelón completo. Escuché atrás mío al médico decir una y otra y otra vez que necesitaban volver a hacer las placas porque había un área densa.
Tengo unas lesiones en un pecho muy pegadas al músculo, en un lugar que no llegan con biopsia sencilla. Un médico dice que en un 50% de los casos pueden ser cáncer. Otro, que en un 25%.
Pasé 36 horas pensando en mi propia mortalidad, disponiendo mentalmente de mis bienes, analizando si tendría lo que se requiere para enfrentar un proceso de quimioterapia, definiendo cuánto me impactaba la idea de morirme, sintiendo una calma extraña de pensar que volvería a ver a Mimí y a Alejandro y a la vez, descubriendo que la verdad hoy, donde estoy, quien soy, como me siento, lo que hago, me gustan. Me gustan por mí. Y que hoy, por primera vez, todo adentro de mí estaba de acuerdo en una sola cosa “No quiero morirme. No me quiero ir”. Y no me quiero morir porque en este momento me gusta mi vida. Porque quiero seguir así o que me guste cada vez más. Porque quiero ser mamá. Yo no puedo tener cáncer porque quiero ser mamá. – le dije varias veces a uno de los médicos.
Pasé buscando soluciones prácticas, diciéndole a Marcelo que no quería resucitación en caso de gravedad, que no tengo derecho a pedirle que me cuide si al final es una quimioterapia lo que viene, que habría que casarse para asegurarle que podría heredar.
Me quedé, de repente, sin futuro. Cuestioné en silencio si valdría la pena comprar esa nueva refri que está ahora en la sala. No quise aprovechar la oferta de juguetes pensando si estaría viva o no para Navidad. Agradecí no tener un hijo que dejaría solito pero a la vez que hubiera preferido tenerlo para tener algo porqué dar la lucha. Y Marcelo, que le toca oír todas mis conclusiones, mis temores, mis miedos y contenerme. Cuando le veía los ojos llenos de lágrimas, me preguntaba quién lo iba a contener a él si yo apenas puedo conmigo.
Pensé en si me daría cuenta de cuánto tiempo me quedaba, qué se sentiría esperar cualquier día que todo se acabara. En la reacción de conocidos y amigos, en aquellos que sé que se alejarían. En la injusticia cósmica que es que el mundo siga como si nada, el sol saliendo en las mañanas, la gente yendo a sus trabajos.
Me quedé sin esquema, sin saber qué decir, qué pensar, cómo enfrentar.
Un par de veces empecé a llorar de repente, sollozando, parando el carro para poder llorar y enfrentar el llanto como si fuera otro ataque de pánico.
Tuve que llamarla a Ella para verificar antecedentes familiares y su reacción me remitió al rechazo añejo de la infancia: ¡qué pereza usted enferma! y además, su juicio sobre las causas: esas cosas no le pasarían si usted tuviera fe en Dios y mi capacidad, disminuida desde siempre Tómese algo para que esté tranquila, porque usted fue siempre muy nerviosa. Y otra vez llorando, esta vez de rabia.
Pude dormir bien, con ayuda, pero sin pesadillas. Y me dio culpa y no sabía si estaba más madura y no me estaba asustando antes de tiempo o si más bien me estaba resignando a la idea de morirme.
Tuve la suerte de que el oncólogo viera mi caso en veinticuatro horas y me dieron dos opciones: una cirugía exploratoria muy grande, porque las tengo pegadas al músculo, que no garantiza que les lleguen y menos que no regresen. La otra, es quitarme los dos pechos de una vez y ponerme implantes. Es una cirugía tan grosera como la de la biopsia, pero al menos quedo con un 99.9% de posibilidades que la lesión cancerosa no regrese. La cirugía me la hacen en más o menos un mes, cuando tenga los resultados del examen genético para saber si tengo el gen del cáncer de mama.
Dije que sí, que me quiten todo ya. De inmediato. Después llegaron los pensamientos intrusos banales. Un enojo caprichoso porque otra vez voy a tener que suspender la natación. Una vergüenza intrínseca porque siempre he hablado mierda de las mujeres que se ponen implantes y su superficialidad. Un cálculo de cierres, transacciones, viajes de brete, negocios, para que me de tiempo de todo antes de pasar de nuevo un mes recluida en la casa. Una sensación nueva, rara, derivada de estar decidiendo la amputación de mis pechos, una automutilación clara.
El Patán, siempre tan dulce, me dice que es una situación ganar-ganar: te quitan ese engendro de cangrejo y quedás con tetas perfectas. Sí, perfectas. A prueba de lactancia y de los años. A los 120, que es lo que voy a vivir según mis colesteroles, será una pasita con tetas que no se caen, como de Barbie.
No tengo derecho al drama. Me dicen que tengo que ser ecuánime, que es una excelente noticia. Debería alegrarme que hay una solución rápida, que puedo con eso. Y sin embargo, es posible que todavía esté enredada entre todas las cuerdas que se me soltaron con esto y aun no sé bien qué pensar y trato de centrarme en que lo mío no es vanidad. Es para salvarme la vida. Pero Ella, que me llama para saber cómo sigo, igual opina: Su tía no quiso implantes ¿Por qué no te quedás así? ¿Para qué a estas alturas?
Sí ¿para qué? Para seguir sintiéndome completa, porque mis pechos son míos, pero no soy yo y a la vez si puedo evitarlo no quiero verme el cuerpo incompleto y eso no me hace ni mejor ni peor que las que escogen no hacerlo. Para admitir, que en el fondo, me afecta la autoestima. Para mantener una sensación de normalidad a pesar de sentirme al borde del barranco. Para demostrar que puedo y que no soy ni Ella ni mi tía y que sus motivos no me importan y que ellas son ellas y yo soy algo distinto.
Hoy fui a nadar pensando cuándo sería mi último domingo. Resignándome a la idea de que otra vez, el cuerpo me saque de la piscina. Un pajarito de pecho amarillo llegó a sentarse en las banderillas. Se pasaba de un lado al otro conforme yo me iba a acercando a ese extremo y no se asustó con mis potentes brazadas de dorso, con mis burbujas para recuperar el aire ni con mis patadas de motor fuera de borda.
Me miraba mientras estiraba el brazo que me lesioné y que ya está casi bueno, gracias a la fisioterapia. Me miraba en mis salidas submarinas y me esperaba del otro lado. Viéndome, con la cabecita de medio lado.
Una de las canciones favoritas de Mimí, era Gorrioncillo Pecho Amarillo. Se reía de cómo la había cantado de desafinada una señora sencilla en alguno de los muchos programas de concursos para demostrar después cómo se cantaba correctamente. Mimí siempre me dijo que ella me avisaría de cosas con pajaritos. Yo escojo creer que ese pecho amarillo fue Mimí, viéndome nadar, en mi carril, preguntando con la cabecita ladeada a qué putas le tengo miedo si debería estar feliz de tener lo que se necesita para enfrentar esto. Mirando al cielo enseñándome el pecho amarillo intenso para decirme que todo va a salir bien. Que no tenga miedo.
Siento una necesidad primitiva y antropológica de sentir el cariño de otras mujeres, de personas con pechos. El cáncer o su riesgo no es una cosa de género, pero en este caso tengo una necesidad de algo así como una solidaridad milenaria, un acompañamiento de gente que entiende porque saben de ese temor, de ese susto. De ese círculo virtuoso que cura y tengo que decir que soy muy afortunada también por eso.
No quiero la lástima ni los pésames de nadie. No es una pornografía médica o un circo de la privacidad. Lo escribo porque necesito ordenarlo en mi cabeza y sacarlo y esta es la única forma en la que sé cómo hacerlo. Lo escribo además para decir que es una lástima que hágase el autoexamen o la mamografía se haya convertido en un slogan sin fondo, hasta que te desmayás de la impresión en un examen y los doctores te miran preocupados y no quieren decirte los números reales hasta hablar con un oncólogo y esa palabra horrible, cáncer, te da una y dos y tres mil vueltas
Mimí, eso de no tener miedo: lo estoy intentando.
Deja un comentario