Cosas que aprendí en mi brevísima visita a “Tierras Bajas”, entrada por salida:
Hay un turista o un holandés a punto de ser atropellado en Amsterdam en todo momento del día.
El Red Light district confirma que no solo Internet odia a las mujeres. La cultura occidental también. Una cosa es que a una le guste el sexo y otra verse forzada a eso, a aceptar clientes, condiciones, etc. Al menos Holanda le da cierta dignidad a las que siempre fueron invisibles. Aparte de degaradante y triste y cólera con los idiotas (todos los que vi, hispanoparlantes) que toman fotos como si eso fuera un zoológico humano, lo peor fue quedarse sin almorzar por ir a ver putas.
Cuando me preguntan si soy brasileña, no sé si eso es un piropazo o evidencia una flagrante ignorancia geográfica.
Si hace mucha hambre y hay poco tiempo, invadir tienda de quesos y alimentarse de las muestras, como ir a almorzar al Auto en sábado de demostradoras.
No me explico quién viene hasta aquí a tomar Heineken y mucho menos a comprarle diamantes a Gassan el maravilloso cortador de piedras, ambos, supongo, patrocinadores del tour del busito rojo.
Anne Frank en algún momento se dio cuenta de la importancia histórica que podrían tener sus diarios y los editaba, como sabiendo que algún día serían publicados. Desde niña, me he sentido muy identificada con ella por muchas cosas: los ojos y el pelo oscuro, lo desenvuelta que era (que es lo que yo hubiera querido), que es géminis (cuando aun me interesaban esos temas), pero sobre todo, la sensación de encierro real, en el caso de ella y emocional en el mío, con una relación muy difícil de ambas con una mamá que la hacía sentirse incomprendida. Sus pesadilla, sobre todo cuando veía a su amiga caminar entre otros deportados, fueron las mías por mucho tiempo, uniéndose a mi larga lista de pánicos. No me dio tiempo de ir a su casa y es algo que anhelo.
Debe ser la ciudad con más turistas nejas por metro cuadrado. Eramos miles y miles de ellos, saliendo de la estación y recorriendo las calles. Hubo que esperar como 3 vueltas para el busito de súbase y bájese cuando le de la gana.
Van Gogh es una moda muy rentable. El museo estaba hasta las tapas, considerando que vivo solo vendió un cuadro. Para tener ese boom envidiable, sorprende que no tenga un museo más desarrollado con exhibiciones creativas, como sería una reproducción 3 D tamaño natural del cuarto de Arles. De hecho, como casi siempre, la mejor parte del museo es la tienda de regalos. Y confirmé lo que ya sabía: creo que no me gustan los museos europeos, mucho menos si están llenos de turistas asiáticos y en la fila me empujan rusos malcriados. Por dicha no daba tiempo de ir al de Rembrandt.
Estos degenerados comen sanguches de atún caliente con kétchup y encima queso derretido. Del resto del menú local no puedo reportar nada, porque con tal de no perder ni un minuto, comí de a parado cualquier cosilla que me compré en panadería.
Los famosos cafés de marihuana tienen toda la pinta de los opium dens de los años 20. No voy a decir nada más para no herir sensibilidades pero me temo que salí horneada, por ir masticando un pancito relleno de hongos, tomate seco y por supuesto, queso, con la boca abierta y creo que el pan todo poroso capturó toda la apestosidad de ese humo
Vos deberías ir más seguido a los museos, le escribió Vincent a su hermano Theo, en una de sus tantas cartas. Amsterdam también, agregaría yo. A esta ciudad, yo vuelvo.
Muchos holandeses son muy altos. Y muchos zanahorias de ojos azules, como Van Gogh reencarnado y montado en una bici con campanita.
Hablar alemán me pone a la defensiva, que fue lo que hice ayer para defenderme del mar de gente y hacerme entender en todo lado, por la similiud fonética. Me pone alerta, soy más exigente, más valiente, pregunto con más insistencia y me quejo sin asco cuando hablo alemán. Parece que el idioma quedó irremediablemente amarrado a una forma de ver la vida, con todo y que me parece una lengua muy dulce.
Tengo gustos de princesa con ingreso de siervo de la leva: nos fuimos en el tren lechero que dura 3 horas e iba reclamando por dentro todo el camino. Cuando cambiamos de tren, senté a todo el grupo en primera clase porque a mí me parecía que todo pintaba a segunda. Llegó un controlador de tiquetes que viendo aquellas escena dijo que lo sospechó desde un principio y nos hizo echados.
Me salvé de no encontrar suecos de madera decorados que me los vendieran como auténticos tamaño trasatlántico, porque arruinaría el último brinco en avión que me falta, donde solo puedo llevar una maletica de mano con 10 kilos o traerlos puestos.
El cielo no es solo una enorme biblioteca. Tiene que tener una gigantesca quesería holandesa como anexo.
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