He leído muchos testimonios de eventos históricos. Más allá de la fecha o el nombre famoso, siempre me han fascinado las historias personales, de cómo se vivieron las cosas desde la gente de a pie, los testigos que no se registran en los libros o en los periódicos. He leído libros escritos por mujeres, por niños, por adultos, por soldados, diarios y recueros, pero aun con las mejores traducciones o escritos en su idioma original no dejan de sentirse algo lejanos.
Por mi telele del 48, me llegaron muchas generosas ofertas de préstamos de libros. Mi prima mayor materializó el primero, mandándome los dos tomos de Los Niños del 48, para entretenerme ahora que paso horas de horas con la pata chueca en un banquito acolchado.
Hace mucho no lloraba leyendo un libro o un cuento. Será porque hablan como habla Ella o como hablaba Mimí, que las palabras me parecen más cercanas, sin costumbrismos forzados. Porque hablan de barrios que aun existen o que puedo ubicar en la cabeza, aunque no los haya conocido en esos años. Será porque pienso en esos chiquillos nacidos entre 1935 y 1940, la generación de mis papás y mis tíos, hijos de la generación de Mimí y me siento solidaria con sus terrores y sus miedos y sus reacciones a las cosas que políticas que no entendían.
Será porque Será que es la primera vez, desde que leí a Marcos Ramírez, que vuelvo a leer algo que se me hace tan propio, tan mío, contado por adultos con sus voces de niño. Porque me imagino que a ellos, como a mí, algo se les sanó por dentro al escribirlo.
Será porque a muchos de ellos los conocí de alguna u otra forma, papás de compañeros de trabajo, columnistas de periódicos conocidos y nunca me imaginé que tuvieran esas historias. Yo los veía hablarle a todos, reírse, exigirle académicamente a sus hijos, vacilar con sus amigos. Se sobrepusieron y siguieron adelante con la vida. Y nos protegieron, con su silencio, del horror y del odio de esos años.
Será porque en los actos que ellos relatan de sus propios papás, la gentileza de un desconocido, el gesto amable de cualquier persona, recuerdo principios de vida en los que Mimí siempre insistió: lealtad, solidaridad, ser agradecido. Porque lo cierto es que el miedo es muchas veces más fuerte que el amor y por eso uno agradece y admira tanto cuando el amor se impone al miedo. Y si bien todos relatan infancias idílicas, perfectas, una sabe que eso es un aferrarse a tiempos pasados, pero también evidencian lo que a una a veces se le olvida: la vida no se resuelve como en las películas. Cuando no había tele, la gente sabía otras verdades de la vida que se fueron olvidando cuando los secuestro la tele
Será porque me doy cuenta que el terror no fue solo la guerra: fueron los años previos y los años de la Junta y descubro, con horror, historias de torturas, de muertos, de exiliados, de injusticias, de robos, de asesinatos, de abusos, dde traiciones, de incumplimientos de pactos, de faltar a la palabra y aunque sé que así son las guerras, que de todo ocurre y por eso la gente dice que todo se vale; de alguna manera me duele pensar que mi adorado don Pepe hubiera permitido todo eso. Y me siento entre tonta e ingenua. Entre engañada y ciega voluntaria. Es duro aceptar que los héroes eran humanos. Es más duro seguirlos admirando o queriendo sin exigirles que sean perfectos.
O tal vez, será porque de repente, entre los recuerdos de esos chiquitos del 48, me volví a encontrar a Marcos Ramírez, pero ya hecho un hombre. La última vez que lo vi fue una noche, cuando a los 15 años se escapó para irse a trabajar a las bananeras de Limón. Me lo topo diputado, comunista y dirigente de partido, explicándole a un Rodolfo Cerdas de 8 añitos, lo normal que es sentir miedo:
“El que no siente miedo, es un temerario, pero no es valiente. El verdadero valiente es el que sintiendo miedo, logra vencerlo”.
Un cliché, sí, dicho por mucha gente. Pero ¿quién iba a decir que casi 30 años después iba a volver a recibir algo que necesitaba oír del chiquillo que me acompañó toda la infancia desde un libro? ¿Cómo supo Calufa que necesitaba leer/oírle decir eso?
Y leyéndolos a ellos, que, salvo excepciones, no tenían talento para eso, vuelvo a pensar en lo que siempre dijeron los tupamaros uruguayos: Hay que escribirlo todo. Todo. Para que quede el testimonio, la otra versión, el recuerdo de lo vivido. Para que los que vienen detrás un día sepan los que pensamos y porqué somos como somos.
Será que yo escribo para exorcizar mis demonios y para que no se me olviden eventos, sensaciones, sentimientos.
Será que en el fondo, Santiago, escribo para vos. Para que un día sepás que le pasaba a mí, que quiero ser tu mamá, por la cabeza y entendás porqué a veces, leyendo, sin querer, llora.
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