Hoy he estado pensando en vos. ¿En qué otra cosa iba a pensar, si es tu cumpleaños? Amanecí queriendo ir a buscar anturios y calas blancas. Pero esas las iba a encontrar en cualquier parte y las que yo buscaba quería verlas envueltas en periódico, llevadas por tus manos morenas y que me contaras otra vez que el anturio era un príncipe hecho flor por el hechizo de una bruja despechada de amor. Y que lleváramos las calas al Cementerio, a la tumba de Alejandro, como antes, los sábados, cuando se pagaba con pesetas el bus de Barrio México y también el de Sabana-Cementerio.
Estarías tan viejita… serían 97 años, Mimí. Pero aun, quisiera yo pensar, que conmigo, igual de chirote que como siempre fuimos. Vos te ponías años. “Nací con el siglo”- decías. Y la gente se maravillaba de lo bien conservada que estabas, de tu memoria impecable, de tu habilidad de independencia, de todo lo que hacías.
Vos me repetías, sobre todo cuando me comenzó a confundir la adolescencia, la soledad y el estereotipo de un mujer bonita, que toda belleza era una chancleta y así de efímera. Nunca te vi maquillarte, usar tacones, preocuparte de la moda. Nunca te teñiste el pelo gris que conocí yo, que luego se hizo blanco. De los años de aquel mujerón macizo y moreno que usaba robacorazones en las mejillas y en la frente, quedaban solo las argollas de oro que te ponías muy de vez en cuando y un perfume clásico para ocasiones especiales. Lo tuyo era una elegancia austera y sencilla y siempre impecablemente limpia.
Un día me confesaste que te ponías más años (16, de un solo viaje) porque tanto trabajo, tan duro, tan mal pagado, por tantos años y tantas horas, tanta pobreza, tanta hambre y tanta incertidumbre, te habían envejecido prematuramente. Y eso te daba vergüenza, allá, donde escondías la vanidad de una chiquilla coqueta.
Tu otra única vanidad, Mimí, era tu inteligencia, que venía de la manita de la vergüenza de tu tercer grado incompleto. Tu letra fea y tembeleque, que te impedía escribir a gusto y todo lo que pensabas pero que te convirtió en una dictadora clásica de las nietas de ortografía cultivada. Te brillaban los ojos cuando alguien se preguntaba a dónde habrías llegado de poder estudiar y siempre respondías que tampoco habría valido la pena, porque para las mujeres de tu generación la opción era maestra, enfermera, monja o puta y para ninguna de esas hubieras servido.
Me enseñabas cómo criar a un hijo. Como envolverlo por las noches como un purito, ponerle un gorrito de media para ayudar con la mollera, hacerle masaje en la nariz con los dedos calentados en una llama de candela de cebo. Cómo se mece. Cómo cantarle el son que nos cantabas a nosotros. “Hablale– me decías- desde el primer momento que te lo pongan en los brazos. Decile: Vos vas a ser muy inteligente. Vas a estudiar mucho. Vas a leer. Vas a saber muchas cosas Yo a vos te voy a querer siempre.”
Nos sentábamos a almorzar y jugábamos a repasar las capitales de todos los países del mundo. Los presidentes de Costa Rica. Las fechas importantes. Las poesías de Darío. Leíamos juntas los periódicos. Comentábamos las noticias. Me explicabas de cosas históricas.
El otro día, Mimí, buscando unas fotos viejas, se me resbaló un papelito amarillo. Era la esquela de Alejandro, de sus diez años de muerto. Tenía la acostumbrada evidencia anual de la política familiar de cómo enumerar a los deudos. Y tenía algo más que nunca había notado. Decía “Doctor Alejandro tal y tal”. Doctor.
Alguien diría que esa eras vos, la nica que nunca dejaste de ser, rajando. Pero no. Yo sé y ese día supe otra vez, que para vos, hasta en la muerte, tu orgullo fue y siguió siendo que tu muchachito, llegara a ser doctor. Que el hijo natural de la lavandera, tan traqueteada por el sol, el jabón, el esfuerzo y el trabajo, tan echa mierda, tan sin derecho a un espejo, a un tinte, a una pintura de labios, tenía uno – miento- tenía dos doctorados y era la ironía de la vida que tu orgullo más grande, tu premio, tu reivindicación, fuese, precisamente, el que llevaba 10 años muerto. Doctor era la prueba objetiva de que vos, de alguna forma, lo habías logrado. Que no era idea tuya. Que Alejandro era como fue porque era hijo tuyo.
Mimí, nunca me di cuenta que estuvieras vieja, arrugada o tuvieras dientes de mentira. Nunca te sentí ásperas las manos. Olían a tortilla palmeada, siempre calientitas. Todo lo sabías vos. Y cantabas tangos y contabas chistes y decías malas palabras y te reías siempre. Yo nunca te necesité ni coqueta, ni graduada, ni vanidosa. Yo, de vos, así como que te conocí, con todo y pasado, me sentía orgullosa.
Hoy, con tanto tiempo de por medio y tumbas que ya nadie visita en el cementerio y títulos y amores y oficinas y negocios y viajes y espejos, Mimí, vos seguís siendo la medida de muchas cosas. Y en días como hoy, que habrías cumplido años y te habría visto sonriente abriendo regalos y hubiéramos ido a comer a algún lado y vos habrías sido, como siempre, el centro de la fiesta; me detengo un segundo para pensar si vos te sentirías orgullosa de mí, en este momento.
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