El primero: Un hermanito que solo vivió 10 horas y que de haber vivido más, habría sido un chico con necesidades especiales. De ese día recuerdo ir de la mano con Alejandro por Plaza Víquez, una bomba roja en la otra mano y una tarde en la oficina de él traveseando la máquina de escribir. Y la voz de Alejandro diciendo “Mami está en el hospital”. De él, que los niños que mueren recién nacidos son angelitos y que uno si puede los bautiza con agua y les pone de nombre Manuel.
Luego vino la de Alejandro, que no fue el impacto de un día, porque pensaron que era mejor no decirme. Fue descubrir su ausencia poco a poco a lo largo de la vida, tratar de tapar el hueco, ignorarlo, extrañarlo, enojarme con él, soñarlo, añorarlo y hace muy poco, entender y aceptarlo. De él, todo. Mi yo, mis ojos, mi cara, mi humor, mi estudio, mis libros, mis sueños, mi abuela. De eso también me fui dando cuenta poco a poco.
Minor, mi comemaíz, que murió por esconderlo yo en la lavadora y no avisarle a nadie. Fue una muerte tétrica, un reguero de sangre, lumas y huesitos en la ropa limpia y el castigo, que me ayudó a empezar a entender qué era lo que significaba morirse
Mi tío abuelo Adolfo. Casi no lo recuerdo, pero sí tengo presente cuando Mimí recibió la llamada diciéndole que había caído muerto de un infarto. Ella estaba pelando papas y contestó de delantal, con papa y cuchillo en mano. Dio un solo grito y se cortó la palma de la mano cuando dejó caer el cuchillo. Llorando, me consolaba a mí que lloraba del susto de ver a mi Mimí sangrando. Era su hermano, el sastre, 16 años mayor, el mismo que las había traído a ella, sus hermanas y a mi bisabuela, a San José hace muchísimos años.
Mi primo Fabio, ahogado en una playa. Años sin verlo porque por fin había aceptado que era gay y trataba de acomodarse a la vida sin culpas en medio de una sociedad que lo obligaba todavía a vivir a escondidas. De él aprendí la sensibilidad del arte, organizar clubes secretos de amigos infantiles, grabar radionovelas en casettes con efectos especiales, organizar paseos y obras de teatro y que aceptarse, más que una lucha, es dejar ir. Soltarse. Rendirse y dejar de pelear contra la propia esencia.
Mimí. El holocausto. El día que explotó mi planeta y quedé extraterrestre y sola en un mundo ajeno. El día que perdí todo lo que yo tenía y lo que era. Me quedé sin casa, sin referencia, sin cariño, sin nada. Un dolor crudo y abierto. La sueño y sigue viva y de todo le cuento, de todo. La que quiero recordar siempre con una tortilla con queso, con una sonrisa, con sentarme en sus regazos y que me cante el sol que me cantaba desde que nací cabalgándome en las rodillas “Acuchatampa, acuninunumbá, acuhatampá” . Mi vieíto, como le gustaba decirse a sí misma. Mimí.
La esposa de mi tío Adolfo. Una mujer alcohólica y drogadicta que hizo mucho daño y me enseñó a tener miedo y vergüenza. Mi propedéutico de ataques de pánico. Recibí la noticia de su suicidio en California y Ella preguntándome si volvería para el funeral. Le dije que no y me fui a contemplar el mar. Me enseñó lo que es sentir que finalmente se corta una cadena y que la muerte también puede ser una buena noticia.
La mamá de Ella, mi abuela materna, doña Nena. Perdida en los laberintos del Alzheimer, todavía tenía muy presente el odio que le tuvo a Alejandro. La mujer que le dejó de hablar a su hija hasta que murió el yerno, paradójicamente cuidada por esa misma hija cuando la mente le quedó en blanco. Mis tías, pidiéndome ir al hospital para que la perdonara en nombre de Mimí y de Alejandro. Y mi respuesta lapidaria de que se arreglara con ellos del otro lado. De ella, la capacidad de crueldad que tiene el ser humano.
Mi abuelo Lalo. Mi viejito bueno, que siempre me quiso incondicionalmente. Que disfrutaba con decirme “Tu mamá es mía” para molestarme, que me sentaba en sus regazos y me contaba de cuando pasaba el cerro de la muerte en carreta o de todo lo que le agradecía al Dr. Calderón Guardia. De él, mi Lalito, las diferencias ideológicas, una noción criolla de lo que significa ser mariachi y los efectos de la onda expansiva de cuando uno no hace nada y permite que pase todo y que eso lo hace cómplice y culpable de todos los daños de esa negligencia.
Mi tía Marta. Martita. La mejor amiga de Ella. La mamá de Fabio, consumida por un cáncer. De ella, que la sangre no es lo que más jala. Que las mujeres gordas son bonitas. Que hay cariños puros y viejos. Que uno adopta y ama. Que uno arma su propia familia.
Mi marisopo, mi amigo, mi hermano. De él la lucha de “Este cáncer no va a poder conmigo”. De él la poca importancia que tienen los pleitos tontos de pareja comparados con separarse para siempre. De él, que la fe da paz al que cree. De él, las ganas de vivir solo para hacerse viejo. De él, que partir siempre siempre duele.
Mi tío Adolfo. Otra cadena que se corta. Un dolor enterrado. De él, que el abuso se supera y lo dice una víctima. Que la plata no lo es todo. La manipulación. Los juegos de poder. El entramado de un torturador de inocentes. La compasión con otras víctimas. El entender desde adentro qué es lo que se siente y porqué nunca hay que quedarse callado y a la vez entender por qué hay gente que lo calla tanto tiempo.
Ayer, escogiendo fotos para el altar del día de muertos, no sabía si llevar esta donde Alejandro y Ella salen sonriendo, en un momento de sus vidas que eran solo ellos y yo todavía era apenas una esperanza latente en su vientre. En la foto salen los dos, pero igual la llevo, porque la verdad es que la muchacha que era ella también se murió con él ese 6 de setiembre.
¿cuál de todos mis amores, ha de comprar las flores para mi funeral?
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