Ibamos por un camino en la montaña, de tierra. Hacía calor. Toda la vegetación era amarilla o café así que tenía que ser verano. Ibamos en un 4X4, por el camino, rumbo a un lugar que se llamaba Río Cuarto.
De pronto terminó el camino y había un estero, como Matelimón de mi infancia. Al otro lado estaba el destino. Pero el estero tenía olas y movimiento y era imposible saber si podíamos atravesarlo con el carro o qué tan hondo podía ser. Sentí miedo
Retomamos el camino de la montaña hasta llegar al mismo estero o a uno idéntico. Esta vez había un camino en el medio por dónde pasaba gente. Era una breve ventana de tiempo.
Lo atravesamos en el carro y cuando llegamos al otro lado, las callecitas eran muy pequeñas, porque no era un pueblo. Era un barco enorme y con el carro dábamos vuelta en esquinas, bajábamos con cuidado por las escaleras, circulábamos entre las mesas del restaurante, como lo más normal del mundo. Yo pensaba si así serían ser Las Catalinas.
Ibamos de cubierta en cubierta, pidiendo direcciones, hasta llegar a las habitaciones del lugar del curso. Era algo de arte o teatro, para Pato. Los encargados todavía estaban durmiendo.
Era un sueño
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