Ayer, en esas conversaciones calladas de la hora de dormir, Pato me preguntó cómo hacía yo para quedarme tanto tiempo en la cama.
Le dije varias cosas, pero ninguna sonaba bien. Por dentro, en el carril paralelo mental, pensaba en el mal ejemplo que le doy, de esa mamá vaga, que no se mueve de la cama, haciéndose la enferma o que simplemente no quiere hacer nada.
La pregunta se quedó conmigo. Posiblemente con Pato no. Ya no se debe acordar que me preguntó.
Pero yo sí me acuerdo. Y me llevé a la piscina esa vergüenza y esa pregunta.
El agua me permitió elaborar sobre la pregunta. Y hoy, en la noche, le explicaré a Pato.
Puedo quedarme mucho tiempo en mi cama porque estoy acostumbrada. Porque desde que aprendí a leer, era el lugar para huir de la realidad y hundirme en un libro. Consumirme, nadar por debajo de las hojas, ver otro lugar, escuchar otras personas.
Puedo quedarme mucho tiempo en la cama porque puedo leer por horas, sin cansarme.
Puedo quedarme mucho tiempo en la cama porque es el espacio que nadie invade, que, por alguna razón, todos respetan. Porque es el único lugar en silencio, como el agua.
Puedo quedarme en la cama porque ahí me siento protegida, a salvo, segura, cómoda.
Puedo quedarme en la cama porque el cáncer me obligó a aprender a descansar, a escuchar al cuerpo, a respetar cuando no tenía energía, a esperar a que pasara lo peor.
Puedo quedarme en la cama porque desde ahí puedo trabajar, pensar, escribir.
No porque sea vaga. No porque no tenga nada que hacer. No porque esté vegetando.
Las personas nos quedamos en la cama por muchas razones. Y no todas son malas.
Mi cama es el paraíso del que nadie me puede expulsar.
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