Falta un pedazo de tarde y una noche.
Pero ya mi mamá se equivocó de día. Llamó muy temprano con voz de drama, de quien llora de emoción a decirme feliz cumpleaños.
-Es mañana…
El colmo, que la mujer que te parió ni siquiera tenga clara la fecha. Y encima me lo discutió. Me compró un queque de chocolate, que no me gusta. Llevé mi propio queque. Me regaló unos aretes lindos, que me puse de una vez.
He pasado hoy, 13, pensando poco en el tema. Desde el segundo cáncer, creo que lo que me alegra es estar viva.
Además mañana es un sábado como cualquier otro. Música, natación, cita de Pato. Nadie me ha dicho nada en casa de mi cumpleaños, ni veo ningún preparativo.
Entonces, cuando tengo un rato en silencio- y este viernes por alguna razón todo ha estado muy callado, hasta mis propias voces internas- me entra la tristeza.
La misma de siempre, porque se cuela por debajo de la puerta. La tristeza de pensar que, por ser sábado, muy poca gente se acordará.
La tristeza de esperar saludos que no llegarán.
La incomodidad de siempre por no saber cómo recibir felicitaciones.
La alegría profunda de recibirlos de gente muy querida.
Y siempre aquel recuerdo de cumpleaños pasados, de los celos espantosos de los niños que cumplían el mismo día que yo; de las veces que pedí que no se partiera el queque porque lo quería todo para mí.
Cuando junio es 14, cumplo yo- 53 este año- y un carretón de gente más, incluyendo a Donald Trump pero también al Che Guevara.
La ventaja de esta edad es ver para atrás y confirmar que la vida ha sido buena conmigo y que en mí está que los años que queden, que espero sean muchos, los viva con intensidad y sobre todo con salud.
Hace unos días un amigo me preguntó cuál es mi mayor reto.
Cierro los ojos y pido un deseo: Vivir suficiente para ver a Pato adulto.
y soplo.
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