Creo que hace más de 10 años no pasaba recto, salvo por algún viaje.
Tal vez son los problemas que está teniendo Pato para dormirse. La tensión que me generan sus cuestionamientos existenciales, sus dudas y miedos sobre la muerte. Esas preguntas para las que no existe respuesta y el saber que esa renuncia a una razón aun está muy lejos en el futuro para él.
Tal vez es el dolor de su enojo, sus lágrimas, su rechazo a sus peluches, los ruegos para que durmamos juntos para siempre, sus amenazas de niño y luego, la vocecita llorosa que me pide perdón.
Tal vez es esta tos satánica que traje del viaje. Seca, molesta, se agrava con la noche y la posición horizontal. Me tuve que cambiar de piyama dos veces porque el esfuerzo me hace orinar un poquito y como tengo excesos de tos a cada rato, pues termino empapada y con la sensación de haberme orinado en la cama.
La tos, esa que no me deja dormir, la que me raspa, llega después de dos días de sentir que, como Alicia, me agiganto y me hago enana por etapas. Que sudo frío, me da calor, me salgo del cuerpo, regreso de golpe, todo en pulsos erráticos.
Ya me automediqué y sirvió. En la noche tomé dos veces el jarabe, guiada por la intuición porque la tos no afloja.
Tal vez el calor. Una recaída en la menopausia forzada por la ausencia de ovarios. Tal vez eso mismo es el motivo del insomnio. Pero a alguna hora de la noche leo en redes sociales que hace muchísimo calor. Son las sábanas nuevas. Guardo el secreto de que son de microfibra y que ese debe ser el problema.
Acepto que no va a llegar el sueño. Me voy con mis motetes al sofá donde pasé el mes sin dormir, pero no es lo mismo. Lo tapizamos y los cojines ahora son duros. No da al ventanal desde donde veía el azul intenso de antes del amanecer. En cualquier momento espero alguna queja por la luz verdosa de la tele. Me abandono a la tentación del arroz con leche de la refri y un poco de té frío. Me arrepentiré después.
Me obligo a ir a dormir y un ataque de tos que me produce el vómito, me despierta violento. No llevaba dormida ni una hora. Siento los granitos de arroz subir ardiendo por la garganta. Viene con tanta fuerza, que segundos después los siento en la nariz. Trato de aclararme la garganta varias veces para eliminar el ácido. Tercera tomada de jarabe de la noche. Más o menos cada 3 horas. Tal vez caí en la sobredosis. Qué importa.
Fue un desvelo sorprendente, pero libre de angustias. Uno adolescente, porque pasé leyendo casi sin parar.
Terminé de leer Getting though it: My year of cancer during Covid, de Hellen Epstein. Ya me había leído otros libros de ella sobre trauma intrageneracional, justificando yo en ese tema otra recaída- una más- en leer sobre el Holocausto y luego, al descaro, leyendo sobre la historia de ella y de su familia.
Mi cáncer también fue en Covid. Justo ayer, en medio de la presa, vi una van blanca, llena de globos rosados, que parecía ir volando entre los carros, pitando, alegre: en la ventana decía “Hoy fue mi última quimio”. El día de mi última quimio, yo lloré, pero no de alegría. Creo que fue la primera vez que me permití llorar por mí en ese proceso.
Me reconocí en los síntomas, en las dudas, en los efectos secundarios, en la necesidad de aldea femenina. A las dos nos suspendieron los ciclos de quimio, a ella antes que a mí y por el libro entendí porqué. A mí el médico me dijo nada más que nunca se imaginó que yo aguantara tanto.
Quería ser una de las personas que le mandaba emails de aliento, con mis recomendaciones para la neuropatía y la importancia del ejercicio. Me sorprendió que una mujer tan culta siquiera cuestionara y considerara no seguir las indicaciones médicas, que rechazara procedimientos, y que insistiera en leer e investigar por su lado, creyéndole más a internet que a la ciencia.
Me di cuenta que he olvidado mucho de mi propio proceso. Que me aferré a lo que me dijo una amiga: “Es medicina, no veneno”, a las indicaciones médicas y a la idea de que todo eso que sentía- tan parecido- era temporal.
También me di cuenta de lo ilusa que fui cuando le dije a Diego que llevaría un diario del proceso, para ayudar a otras personas que pasaban por lo mismo. No tengo las palabras, la facilidad, la puntería precisa para la descripción que tiene Epstein. Su capacidad de observación quirúrgica. Además, sería ofensivo considerando el privilegio con el que pasé mi proceso. Como la vez que me quejé de haber esperado dos meses para la operación del cáncer de mama en un auditorio de pacientes de la Caja.
A la vez, este libro no tiene la calidez de los otros que le he leído. Es un recuento estricto, una anotación de datos, un recuento desesperado para no olvidarse de nada. Son mis pegatinas en el monitor y mi petitoria a amigos y clientes: “Apunten lo que les estoy diciendo porque se me va a olvidar mañana”.
Este libro de Epstein, más que una creación literaria, fue su salvavidas, fue con lo que se amarró al mástil de la razón para poder atravesar la tormenta. Como todas, hizo lo que pudo con lo que tenía. Como todas, estaba desesperada, aunque no lo reconozca.
Empecé a leer “El Manto” de la escritora chilena Marcela Serrano. Volver a Chile, a través de páginas, siempre me reconforta y me trae recuerdos en todos sus formatos. Me la recomendaron. La leo y me siento cómoda, cercana. Me pregunto cómo lo recibirá alguien que no reconozca los chilenismos, las direcciones en Santiago, las comidas.
A la vez, estamos viendo una novela chilena que se llama Al sur del corazón en Netflix. Habíamos dejado de ver TV Chile cuando el cable murió. Antes las veíamos todas. En la serie, reconozco actores y en ellos veo cómo hemos ido envejeciendo todos y añoro volver al sur, esta vez con Pato y pararnos frente al lago enorme y el volcán impresionante.
Serrano habla de la muerte de una de sus hermanas y su proceso de duelo. La Margarita- la Manga- tenía una casa en Puerto Octay, donde se desarrolla la novela. Al escoger cuál de los libros de ella leer, elegí este porque en la portada salían dos niñas. Pensé que sería una especie de biografía, pero no.
Eran cinco hermanas y ahora son cuatro. Como mi mamá: ellas eran cuatro y de pronto son 3 y se rompe un círculo mágico. Ni mi mamá ni Marcela saben bien qué son en el duelo, porque no son huérfanas ni viudas. Simplemente ya no son lo que siempre fueron.
Desnuda su dolor, su proceso, sus preguntas. Me sirve para Pato y su duelo por Dani, para mí y para G, que está a atravesándolo en este momento, navegando por el estrecho de Magallanes emocional, sola, en una barquita, pero valiente y confiando en llegar a buen puerto. Ella necesita leer este libro y apenas salga el sol, se lo recomendaré.
No me choca- cosa extraña- que en cada capítulo haya citas de otros autores. Me aporta. Calza bien. Me gusta. Sí me produce una sonrisa cínica esos exilios tan sufridos en Roma o en París, esa insistencia necia en la clase social y dejar claro que crecieron en el Barrio Alto.
Me pasa ese fenómeno que conozco bien: no debí ponerme a escribir en este momento, porque me siento poseída y colonizada por los estilos de esos dos libros. Cuando relea esto en el futuro, será vergonzosamente evidente. Pero necesitaba, me urgía escribirlo.
Me duele la cabeza. Me arden los ojos. Pero estoy alerta.
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