Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Primera jornada

desde la isla de

Conseguimos tatuajes provisionales, como los que se usaban en la escuela. Son de Orcas, que es el nombre del equipo. Nos pusimos todos uno, y de alguna manera nos da sentido de pertenencia.

Llegamos temprano a la piscina y me dediqué a caminar y sacar fotos. En algún momento vi a mis compañeros al otro lado haciendo alboroto y es que en la pizarra estaba la alineación del 50 pecho. Ahí salía yo.

Tomé, según yo, todas las previsiones para no vomitarme en la competencia. Desayuné muy liviano y con cosas conocidas. Aun así, al llegar a calentar a la piscina, me topé con que se me revolvía el estómago.

La piscina es bastante honda. De ida- los primeros 25 m- no me dan problema, pero de regreso, se me genera la sensación óptica de que vengo subiendo una cuesta y empiezo a nadar muy muy lento. Tuve la duda de si lograría nadar los 100 metros libre que me tocaban hoy. También es agua salada, pero eso no me molesta mucho. Solo al salirme, el pelo me queda tiesa.

Luego las pruebas. En este torneo somos pocos, no como otros años, pero la pasamos bien, en plan relajado, con gente que le gusta nadar.   Tal vez porque hemos venido antes varias veces, nos sentimos como en casa. Tal vez por la edad ya no nos importan tanto los tiempos. El que era ansioso, ya no se estresa. La que se ponía como un perling- yo- piensa que miedo da una quimioterapia o un cáncer, no nadar por gusto.

Le comento a mis compañeros de la genética de los gringos, que a los 60 se siguen viendo como estrellas de cine. Una amiga me recuerda que estamos viendo a esa minoría que vive en la zona o puede pagarse el viaje, han nadado toda su vida, lo siguen haciendo y les gusta.

Me gusta la sensación de una piscina de 12 pies de profundidad, de no llegar al fondo ni siquiera proponiéndomelo. Me gusta quedarme vertical en medio del carril sin hundirme, ayudándome de pies o de las manos.

En el 50 m pecho llegué de última de mi heat, pero de primera en mi categoría, reduciendo el tiempo de registro como en 6 minutos. Aquí no hay medallas, nos dan un listón donde se pega una calcomanía con el tiempo.

Cuando aflojamos, después de la prueba, me quedo nadando boca arriba viendo el cielo, las gaviotas y las nubes. Una nadadora de otro equipo me interrumpe para preguntarme cómo logro flotar así, porque ella no puede. “Está todo en las caderas”- le digo. Y probablemente es cierto. Lo que no le comparto es que estamos haciendo todo lo posible por eliminarlo.

Mientras espero para el 100 libre y suena por toda la piscina clásicos como Proud Mary o One Love, pienso en el privilegio de estar ahí. Pienso que, aunque ande muy ahuevada por mi aumento de peso; dos procesos de cáncer después seguía nadando y volvía a competir.

Uno de los nadadores resultó ser un turco que estaba en la zona por negocios, vio la competencia y decidió participar. Ganó en todas las pruebas en las que se matriculó.

Para el 100 libre nadé tranquila, sabiendo que llegaría de última, pero qué más da. Eso me ayudó a no ir tiesa e ir sin dolor.  Tampoco me da pena que me tengan que ayudar a subirme la banqueta. Si lo intento yo sola, podía irme de hocico al agua y me descalificarían. También bajé el tiempo y quedé de segunda en mi categoría. Reduje 8 segundos del tiempo de inscripción y 40 segs de la última vez que estuve aquí.

Pasé todo el día en vestido de baño. Como las señoras de la Santísima Trinidad, que siempre andan la plata y los rezos en el brassier; me guardé los anteojos de nadar prensados con el tirante del vestido de baño.

Alguien comentó que la gente en el torneo era muy amable, porque todos saludaban y sonríen. Ya me extrañaba a mí que tanto hombre alto y guapo me sonriera y saludara al pasar. Digo, una sabe que a una no le pasan esas cosas. Además, revisé y no tenía lechuga en los dientes ni andaba con un implante por fuera.

Este año venden comida en la piscina. Con la remodelación, se crearon espacios de soda. Pero el menú es extraño: bowls de acai con fruta, wraps en tortilla de repollo con contenido poco claro y, en general, cosas que deben ser muy conocidas aquí pero que suenan a menú de soda vegetariana por la U. Yo me compré lo único conocido: una galleta. Me rebajaron un dólar- seguro era la última o estaba añeja- y me di cuenta que la anunciaban como galleta vegana. Nos la comimos entre todos.

Yo iniciaba el relevo mixto, con 50 libre. Todo iba perfecto, soñado, hasta que unos milisegundos antes de entrar al agua, vi mi propia sombra en la superficie, mi propio clavado. En lugar de esta figura esbelta, era una fecha, dibujando una leve curva en el aire, lo que vi fue una ardilla voladora gigante, brincando aterrada de una rama a otra sin certeza de dónde iba a caer: despaturrada y con los brazos muy abiertos, con las manos en garra del terror.

Eso me desconcentró el plan que llevaba de cómo nadar. Me golpeó la autoestima y mientras trataba de avanzar nadando, iba regañándome para no irme por el tobogán del autoflagelamiento. No es que yo me creyera una balletista acuática, pero sí veía con cierto desdén y superioridad a los compañeros a los que los corrigen por caer de panzazo, por no impulsarse, por irse muy al fondo o por tirarse con las piernas abiertas y dobladas.

Antes de los relevos- donde quedamos de últimos en el heat pero de primeros en la categoría- como no teníamos nada que hacer excepto esperar, aprovechamos para ver a los muchachos que nadaban 100 mariposa.

“Viste a tal? – me dice una compañera – “Guapísimo. Claro, muy joven. En realidad ahora el problema es ese: que todos son muy jóvenes y nosotras ya no”

Uno de ellos me pareció especialmente atractivo, aunque algo bajito. Ya nos habíamos encontrado y sonreído varias veces durante el día. Quise saber cómo se llama y en la pizarra busqué el carril en el que estaba nadando.

Finkel, John. Finkel. Un apellido judío. ¿Qué estaré pagando?


Gotitas de lluvia

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