El viernes, puntual a las 10, me dio vértigo. Repentino, arrebatador. No podía ni siquiera estar de pie sin irme de lado.
Empecé las pastillas de una vez. Por no cancelar un almuerzo, me fui con mucho cuidado cuando ya sentí que me habían hecho efecto.
En media circunvalación norte, donde no hay dónde orillarse, vomité en la mano las moras del desayuno. No estaban malas. Fue culpa de las náuseas de la mañana.
Atajé la vomitada con la mano y la dejé caer en la alfombra nueva. Abrí la ventana y sostuve la mano como necrosada hasta llegar al parqueo. Me ardía la mano y la boca conforme se secaba aquello.
Almorcé, me reuní y logré volver a la casa.
A partir de ahí, me dormí el viernes y el sábado, como si estuviera drogada.
Nada me sacaba del sueño. Ni siquiera el hambre o el mareo.
Soñé que mi mamá había muerto y no sabía bien cómo sentirme. Quería contarle a Gaby lo que me había pasado.
Soñé que tenía que viajar a El Salvador en una avioneta.
Que estaba en un airbnb en Miami, donde acumulaba demasiadas cosas en el closet que luego no sabía cómo llevar en la maleta.
Que nos dejaba el taxi para ir al aeropuerto porque llegó de madrugada o alguien no lo llamó.
Que el avión recorría las calles del boulevard y la Sabana y aprovechaba los guindos de los ríos para alzar vuelo.
Sentí que dormí 4 días seguidos. Perdí la sensación del tiempo. Me perdí a mí.
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