Usualmente venía después de un set particularmente activo, que nos dejaba a todos sudando.
La discomóvil apagaba las luces y empezaban los boleros o la música suave y la pista se vaciaba.
En la oscuridad, alguien se acercaba y te tendía la mano y te preguntaba si querías bailar. Casi nunca pensé en el esfuerzo que ese gesto significaba y la seguridad que requería aceptar con hidalguía un no, gracias.
Era la oportunidad para los primeros acercamientos. Claro, habían compañeros que ponían los brazos tiesos y parecía que marcaban distancia en una fila de clases. Y estaba bien. Una sabía desde el inicio que querían practicar o bailar y ese esquema estresado era una señal de seguridad.
Pero también estaba el que te ponía la mano en la cintura, y la emoción y el susto de estar vigilando que se quedara ahí, en la cintura.
La sensación de una presión suave, acercándote más al cuerpo de él.
La otra mano en tu espalda. Esa a veces se movía hacía arriba y abajo. Un masaje disfrazado de caricia.
La forma en que marcaba el ritmo del balanceo. Algunos casi imperceptibles. Un abrazo de tres minutos. Bailar en un cuadrito. Una ternura que aun hoy me evoca lágrimas.
Y sentir la respiración del otro en el pecho. Sentir su piel en la de uno. Los dos, ignorando el acercamiento, mirando cada uno al otro lado. O cerrando los ojos- de por sí el otro no se da cuenta- y tratando de tramitar lo que está sintiendo.
A veces, se separaban las mejillas, solo para acomodar la cabeza y ver al otro directamente a los ojos.
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