Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

NYC día 3: Un pretzel Halal

Salió el sol y sopla una brisa fresca. Igual uno no se da cuenta cuando pasa casi todo el día en un museo, en este caso el de Historia Natural, un laberinto enorme de animales disecados en salas oscuras.
El museo ha ido evolucionando, como la ciudad misma, que se reinventa en ciclos secretos.  Hoy, en la calle 42 hay Target, Five Guys, Applebees, teatros y anuncios. Yo la conocí llena de prostitutas, tiendas de pornografía y lugares para ver mujeres desnudándose y llena de agujas y tubitos de vidrio en el piso.

Ahora algunas salas se comunican con otras, hay nuevas exhibiciones, son más amistosas con los niños y, siguiendo el ejemplo de Disney, hay tienditas a la salida de cada una de ellas. Le explicamos a Pato el concepto de trampa para turistas cuando insiste en la urgencia de unos binoculares de juguete, que no llegarían al fin de semana, que valen 30 dólares más impuesto.

Lo más aburrido, al menos para mí, siguen siendo los minerales y huesos de dinosaurio, pero Pato y Marce insisten en analizar con detalle cada uno. A mí me llama más la atención la exhibición de los equipos y cosas que llevaron los primeros exploradores árticos y antárticos, las fotos de las expediciones de los científicos del museo a todas partes del mundo. La cantidad de plata de las familias que patrocinan cada sala con sus donaciones.

Y si bombardean esta ciudad? Se pierden todos estos fósiles y animales y minerales y meteoritos? Bueno, tal vez sería justicia divina, porque nada de lo que está aquí adentro, ha sido obtenido de forma honesta.

El planetario me ofrece la posibilidad de media hora de silencio, sentada, con aire acondicionado.

Cuando finalmente salimos, nos sentamos en las gradas de la entrada a planear los próximos pasos. Al frente hay un carrito que he visto en casi cada esquina: el de los perritos calientes. Otro que ha ido cambiando con el tiempo. Ahora anuncia por todas partes que todo su menú es Halal. O sea, apto para consumo de acuerdo con las leyes musulmanas… ¿cuánto árabe hay aquí que se requiere esa garantía? ¿No aprendieron nada del 9-11?

En todo caso, le damos la oportunidad al cliché y compramos pretzels. Es pan añejo, con sabor a nada excepto al humo de la parrilla portátil donde lo calientan. Las palomas esperan emocionadas y se acercan con disimulo cada vez más. Ellas ya saben cómo es la cosa y que no hay ser humano que pueda comerse eso completo y que ellas serán las grandes beneficiarias en la trifulca por comerse lo que quede.

Vamos a buscar dónde comer. Pero NY es una ciudad donde no hay dónde sentarse. La pizza, los bagels, el café, los helados, el metro; todo es de a parado. Terminamos comiendo hamburguesas en un Five Guys. Deliciosas. También hay mucha gente de la que vive en la calle. Algunos se balancean como los hasídicos. Otros quedan doblados en el lugar donde están. Vemos en vivo los efectos del fentanilo.

De ahí, nos vamos a un lugar que se llama The Edge. 100 pisos por encima del suelo. Se ve todo NY. Se pueden tomar fotos. Hay una sensación permanente de mareo y vértigo. Tampoco hay donde sentarse. La entrada es más cara si uno quiere un trago, si uno quiere tirar en bungee- muchos lo hacen, si es a la hora del atardecer, etc.

 Es en un edificio nuevo de la urbanización de las viejas zonas del puerto, que eran bodegas abandonadas. Están las oficinas centrales del Blackrock, contratista estrella del gobierno gringo, al que le venden armas y mercenarios.  También una construcción moderna, extraña, que se llama The Vessel. Es una forma de decir recipiente pero también nave. Son solo escaleras. Dicen que es un experimento social, que cada gente lo ve diferente, que llegan a tomarse fotos o simplemente a caminar subiendo y bajando gradas.

En los primeros pisos de The Edge, hay tiendas de esas que salen en revistas. De marcas que uno reconoce por los anuncios, pero jamás pensaría seriamente en comprarlas. Todas están vacías.

En el sótano, hay una pequeña España. Un intento de copiar un mercado español, con varios lugares para comer o comprar productos españoles. Los churros son anoréxicos. Las patatas bravas, sospechosas. Comemos un flan, que Pato asegura que estaba bueno. El mío, un croissante relleno que parece que los catalanes le dicen Xoxo. Le compramos membrillo español a mis suegros, “a donde Manolo” que fue la recomendación de todos a los que les preguntamos. Bueno, el puesto de Manolo no se llama Manolo ni Manolo está, aunque es el dueño. Todos los cocineros, los que sirven, los que atienden, son mexicanos.

Desde Battery Park se podía ver la estatua de la libertad sin problemas. Ahora está en remodelación- el parque, no la estatua- y hay que subirse en las bancas para verla a lo lejos, desdibujada.  Por todos los senderos del parque hay latinos con sus bebés a la espalda, vendiendo vasitos de fruta: sandía, mango, fresas y uvas y espantando los moscos que llegan antojados.

Pato pregunta porqué hay patrullas en el parque.

Luego, al memorial de las Torres Gemelas. Las dos fuentes en la huella de construcción de las dos torres. En América Latina habría habido un pleito por monumentos que desperdicien esa cantidad de agua- Se supone que las fuentes representan la ausencia enorme de los que murieron en los ataques, pero, a la vez, el hueco del centro de cada fuente confirma que se los tragó la historia.

Pato se hace amigo de una ardilla que le acepta una nuez. La correteamos por miedo a que lo muerda y le de rabia, sarna o algo parecido. En este viaje se ha hecho amigo de una rata del metro; de una paloma de museo, que son ratas con alas y ahora de una ardilla: una rata con ínfulas y cola que parece abrigo de pieles caras.

Aquí hay mucha más policía y no hay indigentes. Le explicamos a Pato que es un país militarizado, porque la verdad, no tiene sentido tanto policía donde solo quedan dos huecos solitarios.

Finalmente, volvemos agotados, sudados, adoloridos pero contentos, al hotel donde estamos.

Y vos, ¿qué pensás?