Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Día 7: Vikingos al rescate

desde la isla de

La comida aquí me recuerda a la comida mexicana. Son básicamente los mismos ingredientes pero en diferente orden, en cada cosa que uno come. Allá, tortilla, frijoles, tomate, natilla, aguacate y carne. Aquí tubérculos, lácteos, cordero, pescado y va jalando.  

Las frutas y verduras frescas son poquísimas, y las cultivan en invernaderos. No hay tal cosa como fruta de temporada como en el trópico y la que hay, es importada a precio de riñón sano, igual que los cereales, la ropa, etc. Los extranjeros se quejan de la poca variedad de los productos.

Como resultado, la comida típica es sui géneris. Cosas como cabeza de oveja o tiburón fermentado, les resulta un recordatorio de su vida de mierda antes de la segunda guerra mundial, donde se comía lo que se podía y no lo que uno quería. Obtener comida era un logro que permitía otro más: seguir estando vivos. Una necesidad y no un antojo.

Unos monjes irlandeses que por alguna razón quisieron venir a vivir a un risco de estos, hicieron el negocio redondo: construyeron un palomero inmenso. Eso les daba carne y huevos todo el año, les daba además las crías, o sea que se reinvertía y reproducía solito. Les daba plumas para las camas y los abrigos y las cuitas las vendían carísimas como abono, indispensable en un suelo tan sufrido como este, donde las erupciones volcánicas queman cualquier posibilidad de vida.

Y de eso quedan aun secuelas. Uno se siente como un homínido recolector o turista capitalista en Cuba, viendo todos los días las mismas frutas, tubérculos y hongos en carrusel en distintas presentaciones. Hay que reconocerles, eso sí, el ingenio.

Te advierten que la carne roja es producto de cacería y que ojo ahí con los dientes porque puede aun tener balines. Los hoteles y restaurantes te piden que avisés de previo qué querés comer para así tener las porciones exactas. Aquí dejar comida en el plato no es mala educación, es un insulto, considerando lo que han vivido.  

Ellos no toman tanto como otros escandinavos porque el licor es producido y cobrado por el Estado y también es carísimo. La cerveza que en el continente cuesta un euro, aquí cuesta 10. Y las tiendas donde venden licores, son propiedad del Estado. Así que emborracharse, es un lujo que la mayoría no puede permitirse y mucho menos montarse en la proverbial carreta cada fin de semana.

Hoy salimos temprano para Akureyri. Todo iba bien, hasta que empezamos a subir la montaña.  El primer día comentábamos como la nieve recuerda las noches de la infancia, camino a Guanacaste: palomillas blancas hipnotizadas por las luces de los carros, iluminadas con los chorros de luz, que quedaban pegadas al bumper.

Pero ese recuerdo tiene de lejano lo que la nieve tiene de tétrica cuando se pone intensa. No se veía nada, ni para atrás ni para adelanta. Avanzábamos muy lento, básicamente porque el carro que iba adelante iba manejando con mucho miedo, totalmente comprensible.

Por momentos yo me sentía mal, de la angustia, de ver todo blanco y con cada empuje de viento, sentir que perdía la orientación del espacio. Entendí y compadecí a otros choferes ansiosos. Yo también me hubiera parqueado a un lado a echarme una lloradita y a seguir, porque ¿qué queda? Al menos a los lados no había ni mar ni guindo. En una de las veces que me bajé, me di cuenta que a uno se le iba la pierna hasta la rodilla en la nieve fresca.

Pato encontró que se moría de las ganas de orinar DOS VECES en esas condiciones. Y allí salió con el papá en medio ventolero a hacer lo propio, cerquita del motor para que no se le hiciera la pipí como un tuquito de hielo.

Los caballitos, tan inquietos siempre, se hacían un puñito y se quedaban muy quietos.

De pronto estábamos detenidos en el camino. No nos molestó porque como buenos ticos, las presas no nos son extrañas. Al cabo de un rato, nos dimos cuenta que el carro que ocasionó la presa era uno de los bomberos, que tienen a cargo el departamento de Búsqueda y Rescate. Era tal la tormenta, que el camino se había cerrado. Ellos esperaban a que se hiciera larga la fila de babosos que íbamos atravesando la montaña para servirnos de guía y llevarnos casi de la manita hasta terreno seguro, todos en fila india, despacito.

Una gringa de un carro más atrás se bajó muy vestida de esquí a pedir explicaciones. La devolvieron con el rabo entre las patas de deje la habladera y vaya siéntese en el carro hasta que le digamos qué hacer y usté aquí no manda a nadie.

Los bomberos eran ENORMES. Con trajes especiales muy gruesos, carros enorme, luces, barredoras de nieve, barreras, guantes gigantes (que se los envidio. No hay forma que no me de frío en las manos), motos de nueve y cuánta madre para proteger y salvar a los turistas de ellos mismos.

Hubiera sido más humillante si hubiéramos entendido lo que decían. Hubiéramos sido más precavidos si viéramos las noticias o escucháramos la radio, pero como todo es en islandés, no tiene sentido.

Cuando finalmente bajamos de la montaña, siguiendo a ese carro enorme con sirenas azules, había otro bombero tomando foto del aterro de turistas y extranjeros agradecidos con ellos que les tirábamos besos y les decíamos gracias como en 17 idiomas distintos.

Igual topamos con más caminos cerrados, así que tuvimos que acampar en un hotel cerquita, en medio de la nada, donde conseguimos el último cuarto disponible. Una cama matrimonial y Patito como el niñito: entre la mula y el buey, porque no quedaban camas extras.

Lo importante: estamos bien, calientitos y comimos riquísimo.

Con el traductor, me acabo de dar cuenta que lo mío era carne de caballo, otra especialidad local. Me vale un pepino. Estaba buenísima.  Creo que ha sido la mejor comida hasta ahora. Si hubiera sido de reno, ganso, cisne, pato, cordero o hasta cuervo, me la como sin pensarlo, con o sin balines.


Gotitas de lluvia

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