Finalmente llegamos al Glaciar. Este se llama el glaciar largo. Langjökull.
Yo no sabía qué esperar, pero definitivamente no esperaba verme en medio de la nada, en un paisaje totalmente blanco, en medio de una nevada. No hay cantidad de capas que prepare a un tropicaleño para estas condiciones.
Allá, detrás de un poco de nieve, se asomaba la mitad de un tubo y por ahí teníamos que entrar. Yo esperaba, tal vez, un ride tipo Disney, no meterme como una rata por túneles debajo de 25 metros de alto de hielo compacto, que fue precisamente lo que hicimos.
En los primeros pasos, Pato me dijo que le daba miedo. Y sí. A mí también. Y claustrofobia. Pero me había prometido apuntarme a todo y eso incluía esto. Además duraba solo una hora.
Y allí estábamos, en las entrañas del hielo. Una preguntilla necia me acosaba: que si tiembla. Dejame en paz. Que si te da un ataque de pánico. Que no, que me tomo la pastilla. Que si te desmayás. No, porque me siento bien. Y así.
Paramos en una cueva interna para ponernos crampons, que son una especia de liga que cubre todo el zapato con cadenas para mejor agarre y dele a caminar.
Vimos algo que se llama un Moulin. Las gotas de agua del glaciar empiezan a hacer una especie de remolino en la estructura del glaciar y un huequito son gracias puede tener metros de hondo. Tirás un pedazo de hielo y, como en las películas, hay que esperar a que suene cuando llega al fondo para saber cuánto mide.
Hay grietas enormes, que parten el glaciar cuando se mueve.
El glaciar tiene líneas que se forman en cada verano. Aprendimos a decir el nombre de aquel volcán que paralizó el tráfico aéreo en Europa en el 2011 con su erupción. Esa línea es más gruesa y más oscura que las otras.
Adentro del glaciar había una sala donde el festival de cine de Reijavik recibía a 300 personas y proyectaban una película. Tenían también un bar, pero lo cerraron porque solo hay dos baños de esos de letrina portátil y una fiesta con bar es demasiado para su capacidad de atención.
Hay una sala que es una capilla, donde la gente incluso se ha casado o proponen matrimonio. Normalmente llegan todos abrigados y antes de entrar, se cambian con sus trajes de novios. Hubo una novia que exigió que la llevaran ya vestida y pintada alzada por los túneles hasta la capilla, donde le dio hipotermia y la ceremonia terminó en el hospital.
Aquí, en la capilla, el guía nos cantó esa canción de cuna. Su traducción fue dulce y macabra. En la versión de él, el bebé tenía por juguetes huesos viejos de oveja y la caja donde los guardas. Y la madre le dice que ella ha visto al sol negro tragarse todo el césped de un verano cualquiera. Suena hermosa. Y tiene ese algo de las canciones irlandesas antiguas que te rompen el corazón.
Chupamos las paredes del glaciar. Aprendimos que el agua que tomamos del tubo viene de aquí. Se habló mucho de pesos, medidas, alturas y datos, porque venía una familia alemana y todo el mundo sabe que la satisfacción de ellos son los numeritos exactos de cualquier cosa.
Nos resbalamos en el hielo. Pasamos por túneles cada vez más angostos y oscuros. Yo pegué la frente durísimo por no agacharme lo suficiente.
Nos contaron que los empresarios que construyeron esto y le dan mantenimiento, la pasaron horrible con la burocracia y los permisos y sobre todo convenciendo a los bomberos, que son los encargados del rescate de personas.
Estuvimos en el lugar donde los dos grupos de excavación se separaron, con la idea de encontrarse en el centro. Sin embargo, uno de los grupos no se dio cuenta que estaban perdidos. Confiaban en los ruidos y voces que habían empezado a escuchar, seguros de que eran los del otro equipo. Resultó que eran sus mismos ruidos y voces, rebotados por el eco del glaciar. Ahí pararon en seco, hicieron un giro de 90 grados y finalmente se encontraron con el otro equipo. Los túneles, en lugar de hacer un círculo perfecto, terminaron en forma de corazón. Todo por engañarse a sí mismos. Sus voces eran los cantos de sirena y borrachos de éxito, no las reconocieron.
Al fin salimos. Regresamos en una máquina del tiempo, envuelta en el polvo blanco de la nieve.
Tres horas de manejar para llegar a un hotel chiquito, en una finca lejana. La recepcionista era una señora como de mi edad, pero tatuada y llena de piercings. Es fuerte el punk y el metal en estos lados.
Comimos delicioso. Mi pobre Patico se comió la trucha de él y la mitad de mi pollo. A mí me tiene sorprendida mi apetito aquí. Me lo como todo y con ganas.
Antes de llegar al hotel pasamos a un super a comprar refuerzos para las horas en carro y juré que había perdido ahí la billetera.
La buscamos por todo lado y nada. Pasé la noche tratando de convencerme en dejar ir, aceptar que se había perdido y no enojarme ni ahuevarme por eso.
Al día siguiente teníamos otra actividad, en otro glaciar, esta vez una caminata de tres horas. Y viendo lo exhaustos que estábamos, pensamos en simplemente no llegar. Pato no habría aguantado.
Afuera del cuarto del hotel hay una vastedad inmensa. Al fondo, las montañas llenas de nieve, los glaciares, el cielo celeste, ese sol que no calienta.
Me pongo a pensar qué le pasara a la psique de una persona viviendo en estas soledades. Ellos son apenas 400 mil y 275 mil viven en Reijavik. Tal vez dependa de si es o no extrovertido.
Yo creo que aquí podría explorar a gusto todos mis universos internos y terminar de conocer a mis demonios, en lugar de andarles huyendo.
En media cena, entró un hombre altísimo con una jacket ártica de esas infladas, roja con negro. Tenía un sombrero de lana café y él era pelirrojo. Parecía el sargento Preston. No. Yo sé quién era. El esposo de Karitas. El pescador gigante que la dejó sola en esta isla hasta que ella se volvió loca.
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