Día 1- El viaje
Empezamos chuecos. Las maletas pesan más de lo que autoriza la aerolínea, así que no hay espacio para traerle nada a nadie. Es que somos 3 y entre ropa de frío, botas, suéters y botiquines, pues todo cuenta. Además, con estos calores, empacar o simplemente ver tele, se siente como tratar de correr dentro de un sauna. Terminamos agregando una maleta más.
Ha sido un día de 36 horas.
En San José, no hubo mayor atraso, salvo los kioskos de autochequeo que no sirven de ni mierda. El vuelo venía lleno, casi todos gringos. Esos vuelos red eye ven entrar una cantidad de zombies, en diversos grados de pijama y abrigo, dispuestos a acomodarse como sea posible.
No dormí nada. No porque no tenga sueño, sino porque ser mamá implica el super poder de estar atenta siempre, aunque sea en la terraza de la conciencia. Cada vuelta de Pato, cada codazo, cada abrazo, cada suspiro, me pone en alerta. Podría dormir si viajo sola, pero como viajo por dos, hay una parte de mí que se impone y se duerme solo cuando ya está agotada. Dos veces me pasó y ninguna superó la media hora. En la primera me perdí el final de la película y en la segunda, el golpe del teléfono con el suelo fue lo que me despertó.
Al salir del avión me extrañó ver a las aeromozas tan abrigadas. Al sentir el aire helado en la manga, me quedó claro.
En la aduana no duramos tanto. Pato puso a su peluche para la foto que exigen tomarse y pensé que nos enviarían al temido cuartito helado. No nos hicieron ninguna pregunta.
Noté que en el vuelo de Ecuador venían al menos 15 personas en silla de ruedas, pero que se ven todos muy sanitos. De hecho, varios hicieron el intento de levantarse y retirar sus propias maletas. Tal vez no están enfermos, pero al pedir silla de ruedas, sus hijos y sus nietos se aseguran trato VIP de punto a punto.
Dentro de este aeropuerto enorme, he visto muchos anteojos a la Iris Apfel. Conocimos en un elevador a un gringo que cuando habló en español informó que su papá era de San Ramón y le creo: tiene ese acento de Occidente moncheño de inicio de los 80. Estoy segura que él no sabe que su español fluido, además de poloncho, es una joya, una cápsula en el tiempo. El dice ser medio tico. Yo le dije que ese antecedente de San Ramón (y el acento, pero eso no se lo dije) cuenta para ser tico y medio.
Como uno le tiene mucho miedo al Tío Sam, antes de salir de la terminal boté las bolsitas que amorosamente había preparado con nueces mixtas, arándanos, m&ms y sal. Y no nos revisaron. Siempre recuerdo a mi abuela explicándole al cubano en el aeropuerto de Miami que ella traía queso, plátanos, masa, bizcochos, tamales y pejivayes porque algo teníamos que comer mientras estuviéramos de viaje.
El plan elegantísimo que traía yo de ir al VIP del JFK se destrozó. Pero no importa, yo vengo zen, haciéndome promesas de ser paciente con Pato, de no usar el teléfono y de estar presente.
Terminamos comiendo comida mala y cara de aeropuerto, comprando porquerías para el vuelo que sigue, donde de verdad espero que no vaya lleno y poder dormir un poquito.
La gente en la fila del chequeo de la aerolínea eran sobre todo familias, todos ya con el abrigo puesto.
Se siente raro esto de ir a un destino que ni siquiera me imagino. Un poco como la primera vez que llegué a Berlín o a Hungría.
Siento esa pesadez propia de la ausencia de sueño, ese mal humor, esa intolerancia. En poco tiempo abordamos. Vamos a la tierra de las runas, de los vikingos, del hielo, la lava y el frío.
Viendo la fila de chequeo de la aerolínea, no somos los únicos estúpidos.
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