Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Islandia

Como Marce no tiene intereses turísticos, pero sí científicos y probablemente nos odia a Pato y a mí, esta semana santa iremos al idílico e inhóspito destino de Islandia, que lleva saliendo en las noticias todas las semanas porque algo nuevo explota, erupta, se quema o es evacuado. Agradeceremos oraciones y buenos pensamientos.

Sé que no tiene árboles, que hace tanto viento que recomiendan amarrar a Pato para no perderlo, que hay playas negras con pedazos de hielo, glaciares y cero grados.

He comprado todo lo que he podido pensar para protegernos del frío, pero estoy segura que la ropa de lana de manga larga, los calentadores de mano, la ropa de nieve (usada, porque nueva es carísima), los dos pares de botas (porque el primero me quedaba demasiado exacto) no serán suficientes.

Yo voy con una resignación zen, que me alarma. Tal vez ya sea tiempo de bajar la dosis del ansiolítico, porque voy como si lo mío fuese subir montañas de piedra enormes en condiciones de accidente aéreo en Los Andes a pata renca.

Yo, que no soy fan de la naturaleza, voy con el corazón abierto, dispuesta a la aventura, a hacer uso de todo mi control mental para no enojarme ni quejarme de nada, aunque el hotel de la primera noche sea un galerón en medio de la nada de un solo piso y ya Marcelo me haya preguntado que si llevo algo para los nervios porque es muy posible que tiemble. Post-data: el ribotryl está agotado.

Ya revisé redes y no hay mercaditos. No hay nada parecido a Target. No hay compras locas. Todo hay que llevarlo de aquí porque ni siquiera venden zepol over the counter, así que media maleta está dedicada a atender riesgos farmacéuticos. Todos dicen que todo es carísimo. Los que han ido, los que han leído, a los que les han contado. Yo me consuelo pensando que los que han ido tienen gusto de millonarios y los que no, creo que hablan desde la envidia. Además, ya no puedo hacer nada porque está todo comprado. Y no cuentan con mi super poder de vivir a punta de papitas, coca y helados.

Una amiga visitó hace unos años las islas Galápagos, a donde llega y sale un vuelo una sola vez por semana. Después de pasar migración, registrarse en el hotel y ver a George, no hay nada más que hacer salvo esperar a que pasen los casi 7 días para jalar. Dice que le tocó ver a una española gritando desencajada en el aeropuerto «¿A QUE PUTAS HORAS HAY UN VUELO? YO YA NO AGUANTO. NECESITO SALIR DE AQUI YA». Eso me inspira y en caso de ser necesario, agarro a Pato y nos vamos a Londres. O a Alemania. O a esperar a Marcelo a NY. Yo, comiendo mierda, no me quedo.

Voy con la flexibilidad que me enseñó la pandemia y con la certeza que será temporal porque regresaremos a casa. Quiero conocer la ciudad donde se desarrolla el libro de Caritas untitled. Quiero ver cosas distintas. Quiero pasar tiempo con mi familia.

Ojalá no nos terminemos matando

Y vos, ¿qué pensás?