Era el 2020. La pandemia había entrado al país unos días antes. Estábamos todos encerrados, aterrados, sin vacunas.
Nos juntábamos a distancia cada vez que había una conferencia de prensa. Llevábamos la cuenta de infectados y muertos.
No había vacunas. No había certeza de qué servía y qué no para evitar la infección. No había alcohol en gel. No había mascarillas.
Se nos empezaban a rajar las manos de lavarlas tantas veces.
Había un sol inclemente, blanco, brillante. Un calor insoportable. Una incertidumbre de mierda.
Miento. A pesar del disimulo, de la oración, de la esperanza, de los cuidados; todos sentíamos la inminencia de la muerte.
No sabíamos cuándo, pero en esas condiciones que se antojaban eternas, de repente alguien se enfermaría, nos contagiaría a los demás, no habría espacio en los hospitales. Veríamos morir a los demás. Temblando de ansiedad y miedo.
El futuro solo presagiaba sufrimiento y dolor. Y nosotros solo podríamos abrazar al enfermo y decirle que lo queríamos.
Como en Gaza.
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