Anoche soñé que estábamos en una casa en Israel y teníamos que escondernos porque escuchábamos que venían los terroristas. Se escuchaban las alarmas.
Dos veces pasó. La primera nos encerramos como en un baño, que tenía muebles suficientemente grandes para meternos. No se oía nada afuera.
La segunda éramos más. Una mamá pelirroja con niños. Y no cabíamos en los muebles así que nos tapábamos con cobijas rojas. Y esperábamos.
Sentí pánico. Solo quedaba hacer mucho silencio y esperar que abrieran la puerta. Trataba de pensar que era el final y que ojalá me pegaran un tiro para morir de una sola vez.
Era tanta la presión que tuve que ponerme racional en medio sueño. Notar que no estaba Pato. Que no conocía a las personas que estaban conmigo. Hasta que todo empezó a disolverse y la sensación tan vívida se disolvió lentamente.
Lo que no es un sueño es la imagen de un niño cubierto en polvo gris, temblando como un conejo en una camilla de hospital, con ojos de terror. O un bebé llorando que tira sus manitas a los lados, buscando una mamá o un hermano que lo alce y lo consuele porque no sabe que no queda nadie.
O la noticia que leo al despertarme, del hospital al que le ordenan evacuar y está rodeado de tanques y cuando intentan salir con pañuelos blancos al aire, les disparan.
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