Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Las 7 cabritas

El comandante Hugo Chavez Frías aun estaba vivo. Una firma de abogados gringos me pidió que sirviera de traductora simultánea en una reunión para la que tuve que prometer no contarle nada ni al espejo. Me pagaban como abogada por hablar inglés.

Llegué puntual al hotel muy caro, donde había cabina con todos los aparatos para lo que yo iba a hacer. Y empezamos.

De un lado de la mesa, seis empresas multinacionales. Del otro lado, una, gubernamental. En el medio yo, traduciendo. Al frente los abogados gringos, dibujando en la pizarra los argumentos, haciendo preguntas que dirigían los temas, desentrabando conversaciones y silencios.

Estaba ante las siete cabritas del petróleo mundial. Los montos de los que hablaban y que yo traducía, eran de miles de millones de dólares.

Yo traducía de manera simultánea y sentía mi cerebro funcionando a otro ancho de banda, maravillada yo misma de su plasticidad, aunque sabía que terminaría con migraña y con dolor en la lengua.

Traté todo lo que pude de mantenerme neutral, de traducir lo más apegada al original posible. Hasta que vino el break del café y  del lado de la mesa donde solo había una cabrita se dieron cuenta que yo hablaba español como lengua materna y que admiraba el proceso de su país de origen. Hablamos de política, de ciudades, de canciones, de cambios, de revolución.

Entonces me contaron que todos ellos eran bilingües pero que no les daba la gana hablar en inglés para comodidad de los demás. Que seguirían planteando sus posiciones y sus ofertas en español y que no les importaba si eso hacía las cosas más lentas o pesadas.

A partir de ese cortísimo acto de identificación cultural, se desbarató el relojito suizo que había sido la reunión hasta ahora.

Los funcionarios de PDVSA empezaron a usar malas palabras coño, vale, ven acá chico, marico, a contar chistes, a burlarse de sus contrapartes, hasta que me hacían reír. Traté, por todos los medios, de mantenerme profesional y seria, pero las otras 6 cabritas se dieron cuenta que algo pasaba porque sus contrapartes latinos se reían y celebraban cada tontera que decían. A mí me pedían que les tradujera eso que les daba risa y yo tenía que alzarme de hombros y decirles que era imposible.

Así pasamos la tarde. Nos despedimos de abrazo y promesas de mantenernos en contacto, agradecimientos y hasta la victoria siempre, compañero. Solo entre los latinos, claro.

Llegué a mi casa y recibí una llamada del Hotel. Al jefe de la delegación venezolana le urgía hablar conmigo. Me esperaba en el lobby. No quedó más que devolverme para allá.

Ahí lo encontré y me senté a conversar con él en el sillón. Me puso una mano sobre la mía y en nombre de la revolución y del amor universal entre camaradas me propuso pasar la noche ahí, en el hotel, con él.

Vi su anillo de matrimonio en su mano peluda. Su panza de señor de más de cuarenta. Su calva. Su cara ordinaria. Su tamaño chiquito de historias de generaciones malnutridas. La camisa de arrugas descuidadas.  Es que ni siquiera era elegante, mucho menos guapo. Y el descaro de este hijo de puta de hacerme venir hasta aquí, para decirme que quería cogerme y encima usar a Hugo Chavez de excusa y motivo.

Lo mandé para la mierda en español estándar de CNN. Trató de insistir y le dije que llamaría a seguridad a gritos.

Me fui muy ofendida y asustada. Pensé si habría hecho algo para provocar ese malentendido. Si habría leído en alguna parte que todas las ticas son putas. Si sería algo que haría con frecuencia, en cada reunión en cada país. Pensé en lo cerca que estuve de una violación o un abuso.

Pensé en el hombre nuevo del que hablaba Fidel y el Che y cuánto nos faltaba para eso.

Y aun así, yo sigo creyendo.

Y vos, ¿qué pensás?