Aumenté 2 kilos por encima del peso promedio de los últimos dos años y me atormenta, terriblemente.
Me estorba en la forma que me talla el vestido de baño, en los jeans que no se me caen, en el pantalón que queda con las bolsas a medio abrir porque aprieta justo la cantidad exacta para mortificarme.
Los tengo identificados: no me puse la inyección que me controla el apetito, según yo haciendo un experimento porque la verdad ya estaba harta de que todo me cayera mal, de las náuseas y los mareos que yo atribuía a efectos del cáncer gástrico y aunque renegaba, también ya me estaba resignando a vivir con eso.
Sin la inyección, volví a sentir HAMBRE. Y esos dos kilos se repartieron entre chocolates, galletas, helados, muchos helados, popis, jelly beans y cuando barrí con todo eso, con algo dulcito que siempre hace falta.
Entonces, me dije, probaré bajarlos a punta de fuerza de voluntad y si no funciona, regreso a la inyección.
Por el momento, con mucho esfuerzo y huyéndole a la tentación, he logrado disminuir la cantidad de dulce. Pero la pesa aun no se entera. El cuerpo tampoco.
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