Verte llevar el duelo, así, chiquito como sos, verte llamar a Dani entre mocos y lágrimas, me duele. Mucho.
Escucharte decir que sentís que se te murió un pedacito del corazón. Que esto es muy pesado y es como si vos estuvieras muy cansado. Y no tener nada que decirte u ofrecerte para alivianar tu dolor.
He dicho y lo mantengo, que a través tuyo, sano yo. Porque en tu recuerdo sí habrá alguien cercano que te dio la noticia, que te abrazó, que te consoló el llanto, que respondió las preguntas, que tuvo paciencia, que entendió que te irritaras, que te preguntó cómo te sentías, que quiso que hablaras de esto, que te dijo que llorar es normal y bueno. Que las lágrimas lo lavan todo.
A la vez, todo esto me lleva a ese lugar donde no había ido nunca: a lo que yo sentí cuando murió mi papá. No a lo que pasó después. No a los efectos. No la ausencia o al recuerdo. Esos son sitios conocidos, que recorrí muchas veces.
Ese lugar es un abismo, y la sala del apartamento donde vivíamos se expande, como el universo, pero por partes, con ritmos caprichosos. Hay un silencio como el de los oídos tapados en una gripe, en un cambio de presión, cuando se sospecha un escándalo apenas contenido. Es además un desierto, sin gente, ni animales, ni matas. Se distorsionan las imágenes como en una pecera. Veo y rayo de luz que pasa, pero todo se siente muy oscuro. Y en el centro de todo eso, aterrada porque no entiendo lo que pasa, estoy yo. Inmóvil. Oyendo mi propia respiración. Sintiendo el miedo recorrerme el cuerpo. Invisible. Sola. Sin saber cuánto va a durar esto. Sabiendo que nadie nota que no estoy, que nadie me oye, que a nadie le importa. En mi parálisis, sé que los demás están llorando y sufriendo.
Pienso, además, en ese duelo donde no hubo acompañamiento. Tal vez por la época. Trataron de evitarme la noticia para que no pasara por eso o pensaron que no entendería. Hubo un pacto mudo de no te digo, vos no preguntás pero todos sabemos que tu papá está muerto.
En como asumí como mía, la obligación de reemplazar a mi papá, de tratar de alegrar a mi abuela. La responsabilidad de cubrir su espacio, su ausencia.
La sorpresa cuando, de adulta, me di cuenta que nadie nunca me había dicho que los duelos se cierran y se superan. Nunca me lo había imaginado.
No soy una buena referencia para vos. No sé cómo se hace lo correcto. Sé cómo lo hice yo, que fue un desastre.
Sos mi hijo. Y aunque no tenemos la misma sangre, me siento en el banquito de esa sala distorsionada, del techo que no deja de alejarse y contemplo cómo vos y yo, estando chiquitos, pasamos por la tragedia de la muerte de alguien muy querido.
Yo solo quiero que el tuyo sea otro camino. A protegerte del dolor, yo renuncio.
Deja un comentario