Estos días han sido una vorágine de alistar meriendas y almuerzos, recoger a Pato, preparar actividades y tareas, sacar al perro (2 veces al día), preocuparme porque no come, consolar a Pato en las lloradas diarias de “Papiiii!”, no nadar, administrar mi agenda y la de Pato, reuniones y demás.
Hoy se acaba. Y mientras llevaba a Siggy por el barrio, evadiendo otros perros, sintiendo su fuerza cuando me lleva patinada sobre las aceras verdes del musgo de fin de invierno, avergonzándome porque no recojo su caca, me di cuenta.
Llegué a una puerta dentro de mí. Una oculta, cerrada con llave, llena de telerañas y la abrí
He sido profundamente injusta con Marce.
Me doy cuenta que, sin darme cuenta, yo estaba predispuesta, en el prejuicio más cluiché, a que los hombres son malos papás. Tal vez porque tuve al mío muy poco tiempo y las experiencias posteriores con figuras masculinas, como mi padrastro o mi tío, fueron funestas.
No me imaginé que Pato quisiera tanto a Marce, pero así es. Y lo viven ellos dos a su manera. Marce hace un montón por Pato, un montón que hasta ahora yo no reconocía y Pato lo adora como quería yo a mi papá. Tal vez no quería ver eso porque lo doloroso que es para mí recordar ese amor. Hasta dudo de deciría quería. Pero sé que no es quiero. Tal vez es como quiero yo a mi papá en mi recuerdo.
Me di cuenta que había en mí un miedo muy crudo, profundo y latente de que Marce lastimara a Pato. Un miedo totalmente infundado, consciente-inconsciente, por mi propia infancia. Que estaba poniendo mucha energía, desgastante, en proteger a Pato, pero no de Marce, sino de vivir lo mismo que viví yo, en un nudo macabro de volver en el tiempo. De protegerme a mí.
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