Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Actos de odio, actos de amor.

1972

Era junio. Yo no sé todavía si en junio llueve o no. Si hace calor o más bien frío o si era diferente en esos años. Era junio y en ese hospital se dice que en las noches los fantasmas recorren los pasillos con mosaicos de más de cien años.

Era junio y mi mamá llevaba quince días internada, esperando mi parto, que se tardaba. Iba a ser 14 y yo tendría que haber nacido para finales de mayo. Sin ultrasonidos,  lo único que le recetaban los médicos era caminar por los mismos pasillos donde asustan, con una panza enorme que le pesaba. Y le dolía. Llevaba quince días con dolores de parto. Estaba sufriendo.

Quince días sola. Mi abuela materna y sus hermanas no le hablaban desde que se había ido de la casa. Y sabían del embarazo, del parto y del internamiento, porque una de sus hermanas, mi tía, trabajaba en el mismo hospital, en el piso de abajo y trabajó ahí hasta pensionarse.

Quince días en que sus únicas visitas eran mi familia paterna: mi papá, mi abuela, mi prima. Le llevaban sustancias y sopitas. La acompañaban en las horas de visita. Le conversaban. A veces le daba de comer a cucharaditas.

Yo supongo que ella estaría aterrada. Sola, con dolores, enfrentada al primer parto y sabiendo que pudiendo ir un momentito a verla, con solo subir las gradas, su hermana escogía todos los días ignorarla. Mi mamá no existía para su familia.

Fue un parto difícil, doloroso. Se desgarró y quedó con una lesión desde entonces que a veces se inflama y molesta. Y además la decepción. La bebé- yo- venía con muchísimo pelo negro. Su primera reacción fue de espanto y no de ternura: “Porqué se ve así? Parece un monito!”

  • Esa gente nunca te quiso- me decía mi abuela- qué le costaba subir las gradas y saludar a tu pobre madre? Nada. Nadie se iba a dar cuenta. Preguntarle cómo estaba, si necesitaba algo.

1975

Muere mi papá de repente. Y dicen que mi abuela materna felicitó a mi mamá y ni ella ni sus hijas fueron al funeral, pero hicieron las paces y para mi mamá fue un respiro poder volver corriendo a la casa de sus papás, aunque fuera de visita. Nunca me he atrevido a preguntarle a mi mamá si así fue. Porque sé que me mentiría.

La Guerra Fría siguió. Mi abuela paterna nunca preguntaba por la familia de mi mampa. Si ellos iban a estar en mi fiesta de cumpleaños, mi abuela no iba. Ellos no iban a las misas de mi papá. Y cada vez que podía, mi abuela me lo recordaba:

  • Esa gente nunca te quiso. Nunca”

Deben haber sido años duros los que siguieron a la muerte de mi papá. Sé que lo fueron para mí, desde la confusión de la infancia. Mi mamá empezó a trabajar hasta tarde en la noche para mantenernos a las dos y a hacer equilibrios entre mi familia, que la apoyaba y la suya, con la que recién se reencontraba.

Mi tía, su esposo y sus hijos vivían con mi abuela materna. Yo iba a esa casa con miedo, siempre. La primera vez que me convencieron que me quedara a dormir empecé a llorar apenas oscureció y tuvieron que ir por mí. Mis primos me hacían rueda para cantar “usted no tiene papá”.

Mi abuela materna dejaba claras sus preferencias y yo no era una de ellas. Trató de ensenarme a cocinar, bordar, tejer, cuidar matas. Nada de eso me gustaba y todo terminaba en un reguero o una chorcha. No sabía bien qué hacer conmigo, cómo tratarme, qué decirme, siempre entre molesta e incómoda conmigo. Y encima, yo idéntica a mi papá, tan diferente de ella, de sus hijas y sus nietos. Siempre la sentí juzgándome, atenta a ms defectos, siempre, siempre entré a esa casa en modo de alerta, siempre atenta a lo que me podía pasar. La genésis de mi ansiedad.

  • “Esa gente nunca te quiso. Nunca”

Aprendí a vivir entre los dos mundos sin mezclarlos nunca. Sin mencionar a mi abuela paterna en la casa de la familia de mi mamá. Sin decirle a mi abuela que había ido de visita donde los otros. Desde los 4 años aprendí a caminar en esa cuerda floja, a notar señales, a leer ambientes.

Los únicos respiros eran mi abuelo, Lalo y, curiosamente, el esposo de mi tía, Eduardo.  De ellos nunca sentí un trato diferenciado. Mi abuela materna y mi tía, siempre frías, estables, sin grandes carcajadas, tan lejos del abrazo cálido de mi otra casa.  Con ellas también se sentía esa distancia.

  • “Esa gente nunca te quiso. Nunca”

Era evidente el silencio. Nunca hablaban de mi papá, de mi abuela, de mi otra vida. Y eso me hacía sentir distinta, separada de los demás que tenían vidas más integradas con ambos lados de sus familias.

Ante ellos, yo no tenía papá: la muerte te da esas certezas. Pero además, con su silencio, borraban mi identidad: a mi familia.

Había noches en las que no sé porqué, Eduardo iba con mi tía a dejarme a la casa de mi abuela paterna. Mi tía nunca se bajaba del carro. Eduardo me llevaba de la mano, tocaba la puerta de mi abuela, se enfrentaba a su presencia imponente y sus ojos duros. La saludaba, preguntaba cómo estaba y me entregaba, más de una vez dormida o en pijama.

A veces mi mamá les prestaba el carro que había sido de mi papá y el procedimiento era el mismo. Tocar la puerta, ser amable, sonreír. Enfrentarse a ese demonio que para ellos probablemente era mi abuela, a su resentimiento. Pedir las llaves. Lo mismo al entregarlo.

Eduardo nunca me hizo sentir huérfana. Nunca me tuvo lástima. Siempre procuró incluirme en todo, en los paseos, en las actividades, como una más. No hizo el papelón decir nunca que yo era como una hija porque todos sabíamos que no era cierto. Pero me dio la normalidad que toda la situación me negaba.

Era gemelo, del primer par de 3 que tuvo su mamá, doña Mery. Nació un 25 de diciembre. Algo tenía que ver su papá con Limón, pero nunca supe bien qué. Uno de sus sobrinos, Jim, me dio mi primer beso a los 8 años. Sin escándalos. Jim tendría 10, tal vez, y me dijo que era bonita.

Eduardo siempre me preguntaba por mi abuela. Siempre le mandaba saludos. Y cuando ella murió, me dio sus condolencias sinceras y me preguntó cómo me sentía.

A Pato lo recibió de brazos abiertos. Nunca se perdió una sola actividad donde mi mamá ni las fiestas del mismo Pato. Se tiraba al piso a jugar con él y sus carritos. Siempre creyó que se llama Patricio Eduardo por él. No es cierto. Pero yo preferí no decirle y que lo siguiera creyendo.

Setiembre 2020.

A Eduardo lo internan, en media pandemia, por otra cosa. Lleva días malito y amarillo.  Nadie podrá ir a verlo, por el riesgo de los hospitales. Le dan un teléfono celular. La Caja le da un teléfono celular para que llame a su familia. Le pide a alguien del salón que le tome una foto parado en el pasillo del hospital. Reconozco en ese hombre viejo al tío de mis recuerdos.

Todos los días hay reportes del médico, del hospital, de la prima que logra entrar con carnet de funcionaria. Mi mamá llora a diario y me dice “No viene fácil la cosa”

Yo agarro a Pato, lo monto al carro y nos vamos a comprar flores y aceites esenciales y pastillas de Tilo y tés para dormir y llegamos a la casa de mi tía. Tocamos el timbre y desde adentro la oigo decir

  • Qué se le ofrece?

(“Esa gente nunca te quiso. Nunca”)

  • Que nos abra! – le contesto.

Sale al jardín, sin saber bien quiénes somos. Andamos mascarillas y caretas y ahí está Pato con un ramo de flores de colores intensos, pegando brinquitos de alegría.

Mi tía se lleva la mano a la boca y por primera vez en la vida la veo llorar. Llora sollozando. Trata de no llorar, pero no puede evitarlo.  Le tiembla todo el cuerpo de la impresión. Es la primera vez que la veo llorar. Es la primera vez que la veo fuera de su estabilidad de piedra.

Pato le pregunta porqué llora. Le da las flores. Le dice que la quiere. Le pide que le salude a Tío. Mi tía se agacha para hablar con él y con cada cosita que él le dice, levanta los ojos para verme y llora. No para de llorar.

Le dice a Pato que está llorando porque dejó la ropa afuera y se le va a mojar. Pato le recuerda que mañana la puede poner a secar.

Yo me conmuevo, la verdad. Y no dejo de pensar que un acto de amor, de un chiquito de 4 años, finalmente deshace un nudo de odios que lleva casi 50.

Setiembre

Mi tío murió el último miércoles de setiembre. Le dio un infarto empezando el día, probablemente estaba dormido, ya estaba muy débil. Mi tía pudo despedirse de él y a ella sí la reconoció. A los hijos no. No hubo vela ni funeral, solo la misa. Poquitas personas esparcidas por la Iglesia.

Yo, en una esquina, cerca de la ventana. Por él decidí vestirme elegante y acompañarlo. Despedirme. Me sorprende que aunque me duele, pienso más en todo lo que me dio sin tener porqué hacerlo. Pienso en el poder de bajar los brazos y dejar de pelear peleas ajenas. El agradecimiento de haberlo tenido en la vida. Reconocer que fue un buen hombre. Recordar que debo centrarme en lo que viví y no en lo que lo me hará falta.

“A él siempre hay que recordarlo como un libro abierto. La muerte no cierra las historias de las personas”- dice el cura. Yo creo que tiene razón.

Al día siguiente, mi primo me manda esta foto. Y me dice “Mirá lo que tenía papi guardado en las cosas de él”

 

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Soy yo. Nunca había visto esa foto. Soy yo y se ve que tenía miedo, el miedo que siempre sentí cuando entraba en esa casa.  Y él sabía. Y todas las veces me dio la mano y todas las veces me dijo no pasa nada. Yo te cuido. No hay monstruos en el camino.

Mi tío.

Y vos, ¿qué pensás?