Ayer volví a tomar los medicamentos de la ansiedad. No pude más. Yo hubiera querido seguir así, sin nada, pero desde el fin de semana pasado empecé a llorar por cualquier cosa, llorar con la información de las conferencias de prensa, llorar cuando la gente era amable, llorar pensando en Pato, llorar cuando veía anaqueles vacíos en el super.
Además me obsesioné con el tema del alcohol, pero de mala manera. No podía dejar de pensar en eso, como si fuese una cura o un escudo. Escuchar a cada rato que no había, que está agotado o que todo lo de la Fanal se vendió en 10 minutos era terrible.
Lunes y martes pasé prácticamente sin comer. Dormí 3 horas entre los dos días. El martes en la tarde, manejando, llegué a pensar que si Pato me llega a faltar, me mato. Y eso me dio mucha paz. Ahí fue cuando me empecé a preguntar si debería volver al medicamento. Eso y el ataque de pánico menor que tuve hoy cuando en algún chat alguien hizo un pronóstico apocalíptico.
Han sido además días de mucho mucho trabajo, de preguntas constantes, gente angustiada, despidos, cierres, angustias y decisiones de hasta cuando seguir, de cuántos riesgos estaremos corriendo.
Creo que me ha hecho daño ver tantas películas distópicas y leer tanto sobre el Holocausto. La velocidad con la que se están moviendo las cosas me recuerda los decretos Nazis, de un día para otro, con un cambio enorme, desorientando a la población. Y sobre todo me recuerda en qué terminó todo. Tengo claro que no es lo mismo, pero me lo tengo que repetir todo el día, porque en tiempos como estos, la imaginación te traiciona.
Es curioso como esto despierta todos los viejos temores, las ansiedades de niña. A los 8 años no dormía pensando en el fin del mundo, en el juicio final, que en 1980 se creía que sería en el año 2000. Jamás me imaginé que viviríamos en Costa Rica cosas como confinamiento- aun voluntario, pero no descarto que llegue a toque de queda, estantes vacíos o filas para entrar a un super mercado- como lo que mostraban las noticias de países que sentíamos tan distantes.
Si tuviera que decir algo bueno, es que el enemigo es común y que nadie está a salvo. Estados Unidos no es una opción para salir huyendo e instalarse en Miami o Madrid para rehacer tu vida como latino global.
Y a la vez, todos los días pienso en la gente que está en la primera línea de lucha, no solo doctores y enfermeras, sino todos los que no tienen el privilegio de poder quedarse en casa: la gente de la Corte, la gente de limpieza, los mensajeros, los repartidores, la gente que viaja en bus, los cajeros.
He visto cosas feas, que me ponen a llorar y me asustan un poco:
El tipo en el fresh market, cargando un jugo de naranja y una empanada, que parecía tener una ligera discapacidad intelectual, se nos acercaba demasiado a los pocos clientes que estábamos ahí para decirnos “Yo trabajo en Walmart, reponiendo producto en las góndolas. Y no hay nada. La gente se llevó todo. Ayer entraron dos contenedores llenos de comida y fue como si nada”
Por suerte en ese momento yo estaba tranquila y aunque sentí la punzada del miedo, no le dije nada. Por dentro sé que de haber estado alterada, le hubiera pedido que dejara de decir estupideces, con mucha crueldad y odio.
El tipo que entra en la farmacia y tira una bolsa en el mostrador y exige, amenazador, que le devuelvan el dinero, que eso que compró estaba muy caro y que en Pequeño Mundo lo encontró diez mil colones más barato. Le dicen que no le pueden devolver el dinero y grita que llamen al dueño. Le dicen que no contesta. Grita que le den entonces esa plata en unas pastillas para la gripe que yo sé que no funcionan. Le queda un saldo de mil colones. Lo quiere en efectivo. Les dice que cambió de opinión, que se dejen esa mierda y que se van a acordar de él. Se va.
A mí se me llenan de lágrimas los ojos y les pido perdón por lo que acaban de ver. Los 3 se ríen y me dicen que están acostumbrados a ese loquito, que es famoso en Escazú por hacer esos papelones, que no tiene importancia. La del papelón ahora soy yo
El jefe cómodamente escondido en su casa, diciéndole a su personal que sigan trabajando duro. Quejándose de que se tome el teletrabajo para hacer otras cosas. Lidiando con sus temores a los gritos y levantando un látigo invisible. Diciendo qué hacer, él, que siempre pone a otros a hacer las cosas porque no sabe cómo hacerlas-
El señor que llega a consulta con mascarilla, guantes y anda abrazado un tarro de toallas de Clorox. No tiene nada, pero su neurosis está desbocada. Para toser se quita la mascarilla. Para tocar timbres y abrir puertas se quita los guantes. Luego se acuerda y vuelve a salir para limpiar agarraderas.
No lo culpo. Todos los días me despierto con dolor de cabeza. Aun me queda una tos residual de la gripe de hace dos semanas y cada vez que toso, me reviso y me alegra sentir las flemas, los mocos: no es una tos seca.
Anoche ordenaron el cierre de piscinas. Unas horas antes había decidido no volver a nadar hasta que esto pase, sobre todo por el aumento en los casos que se reportó ayer. Lloré y lloré y le avisé a Claudia, con dolor en el alma, de la decisión. Y su reacción fue amorosa y comprensiva.
Y también hay pequeñas cosas que me devuelven la fe en el ser humano.
El amigo que nunca había visto en persona y me ofrece venderme un alcohol en gel, que no necesito porque el jabón es mejor para protegerse pero me da paz mental, igual que la comida extra que compré por cualquier cosa. Verla ahí, en sus cajas, reconforta a esta niña que 40 años después revive eso de solo 3 por persona.
Mis rondas mañaneras con mis amigas ansiosas por Guasap, para dejarles saber que pienso en ellas, y enviarles un meme, una canción.
Hacer videos de 4 segundos y mucha producción con Pato para enviar a los abuelos y gente querida.
La amiga que viene a dejarme un dulce de leche y una tarjeta que me dice “Estaremos bien”, mientras yo en el teléfono trato de convencer a un patrono de pagar algo de salaio.
El amigo al que le cuento del pensamiento suicida y me apaña con amor y ternurna a través de la pantalla.
La empresa que está dando permisos con goce para organizar el cuidado de los niños, para los trabajadores que están tomados por la ansiedad o el miedo, para los que temen haber estado expuestos.
El empresario que es mi amigo, ha sido mi protector, que es grupo de riesgo, pero está en su oficina y me promete que si suspenden el contrato de trabajo, él personalmente asume el pago de los salarios del personal de su bolsa. El no sabe que yo me acuerdo de la vez que hace años cantamos juntos a Quilapayún y me confesó que había sido socialista pero luego se desencantó.
Una amiga que le explica a su hija pequeña todos los días, de distintas maneras, que estamos todos cuidándonos y que esto pasará. Ella nos cuenta y eso sana a mi niña interna, la que no dormía haciendo cálculos infantiles de cuándo llegarían las abejas asesinas a Costa Rica o si en la fila del juicio final podría estar al lado de mi abuela.
Mi compañero de oficina que perdió a su abuelo por esta pandemia y comparte con toda la oficina datos personales y de su familia para darnos tranquilidad a todos.
Los bebés que nacen. Mi amiga que se enamora. El sol que sale. Los pajaritos.
La amiga con la que ya prometimos hablarnos todos los días, por más ocupadas que estemos, para acompañarnos. Ella que fue la primera que me dijo que le compró unas cositas y comida a la señora que trabaja en su casa y me inspiró a hacer lo mismo y a pedirle a otros que lo hiciéramos con quienes pudiéramos.
La solidaridad que empiezo a ver por todas partes: si podés, pagá el salario de la señora que trabaja en tu casa y decile que no venga; contratá comida para llevar; no dejés de ir a la feria; buscá recursos para adultos mayores que no manejan la tecnología; películas y conciertos liberados.
Marce calmándome, estando cerca, analizando los números de los gráficos que envían y corrigiéndolos y explicándome con paciencia Franciscana porqué están malos.
“Mama, mi papi tú y yo somos una familia. Las familias son fuertes. El coronavirus no le puede hacer nada a las familias”- me dice Pato. Me sonríe y me da un abracito dulce y tibio.
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