Para mi abuela, las señales de su movilidad social eran claros: su cama King size y poder echarle aceitunas, pasas y alcaparras al arroz con pollo y a los tamales.
Esa cama era como un potrero y el centro de todas las actividades del segundo piso. Mimí incluso llevaba a las visitas a ver la cama, y siempre se maravillaban del tamaño, preguntaban cuánta gente cabía y a dónde se conseguían esas sábanas.
Siempre, desde que me acuerdo, dormí con mi abuela. La cama nunca tuvo colcha, siempre en sábana y en las noches se sacaban del closet las cobijas de cada una. La mía era una amarilla, con ribete de satín, pero siempre quise la de mi prima, azul a cuadros, muy gruesa y calientita. Mi abuela veía con malos ojos que uno durmiera con medias.
La cama daba para que cada uno tuviera su campo sin molestar a los demás. Por eso Mimí no permitía que yo me le pegara durante la noche. Era una hazaña del equilibrio, porque si me acercaba mucho al punto fatal, el colchón empezaba a descender por el peso de ella y yo rodaba sin control hasta quedar pegada a su espalda.
A la hora de dormir, había una rutina. Mi abuela escogía siempre qué íbamos a ver. Alistaba una bacinilla que nunca usó. Llevaba una o varias bolsas de bizcochos para compartir mientras veíamos el programa de esa noche. De mi abuela yo solo puedo decir que era generosa, salvo con los bizcochos. Los contaba y me decía que ya me había comido mi parte y siempre guardaba una bolsa solo para ella.
Siempre las preguntas: Orinaste? Te lavaste los dientes? Rezaste o te vas a acostar como los animales? Qué va a decir la gente, que yo a vos te tengo como una salvaje? No recuerdo haberme dormido nunca en silencio ni con la luz apagada. Mucho menos antes que mi abuela.
Ahí armaba yo mis famosos relinchos. Me hacía la dormida y de repente empezaba a brincar debajo de la cobija, tirando patadas y manazos divertidos y haciendo un enredo con la cobija, riéndome y en general haciendo mucho alboroto. Mimí nos gritaba: DEJEN DE HACER RELINCHO! Pero ella también se reía.
En esa cama pasé muchas calenturas y mi varicela, viendo el Mundial de México. Ahí veíamos las películas de semana santa. Las noticias, Barnaby Jones, aquel programa de inicio de los 80 sobre vampiros. El Crucero del Amor. La Isla de la Fantasía. Debajo de esas cobijas conté y escuché secretos con mis primos.
Mi abuela mandó a instalar interruptores arriba de la cabecera para poder apagar la luz sin levantarse, porque nunca usó lámparas. Mi tío le trajo una vez una especie de control remoto primitivo: un cable larguísimo que daba del tele a la cama y servía solo para apagarlo.
Ahí mi abuela rezaba el rosario antes de dormir y recién levantada, antes de las 5, otras oraciones que nunca supe cuáles eran, encargando a todos sus muertos. A veces, la escuchaba decir “Hoy cumple años de muerto el tío Jorge” o la hermana de Humberto o cualquier otra persona que solo ella conocía.
Ahí me llevaba mi abuela el desayuno, con jugo de naranja recién hecho. Ahí me acurrucaba y me tapaba los pies. Ahí leí muchísimos libros y cuando no tenía que leer, hasta intentaba con la Biblia, pero solo con el evangelio de San Lucas.
Ahí tenía yo pijamas y ropa y solo llevaba de la casa cuando la que tenía donde mi abuela me quedaba picapolla. Mi abuela dormía siempre con un batón enorme, sin mangas. Y cuando me quedaba muchas horas acostada haciendo lo que fuera, mi abuela me regañaba a su manera: Levantate. Mirá cómo tenés esa cama. Parece nido de perra recién parida.
Como en todo en mi vida, hay muchas cosas de la de ella que yo he repetido sin querer. La cama grande, la pared de atrás de madera, dormir con una cobijita, aunque no sea la que era mía.
Si lo pienso con los estándares actuales, yo hice colecho con ella desde el primer hasta el último día.
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