Hay un hospital que está recogiendo libros usados para que los pacientes de los salones tengan algo que leer, que se puedan entretener en esas hospitalizaciones largas o solitarias.
Libros que me hicieron llorar de dolor al leerlos. Se van. No quiero volver a verlos.
Libros que ya no necesito, que perdieron vigencia, que son de otra versión de mí. Fuser no está, no necesito saber de obediencia canina. No quiero leer más de campos de concentración. Este y aquel y este otro son temas superados.
Libros tan viejos que no se consiguen en Kindle, sobre todo esos de editoriales desaparecidas, de países detrás de la cortina de hierro, libros contra el sistema. No es que lo vaya a leer de nuevo pronto. Pero se quedan. “El Kindle ayuda a que no se note que una, con los libros, tiene rasgos de acumuladora, pero no tienen todo lo que quiero”– pienso
Libros que me hicieron sonreír, con historias maravillosa. Se van. Ojalá hagan a alguien tan feliz como me hicieron a mí un día.
Libros picantes, rayando en la pornografía. Tal vez le sirva a alguien, que como yo, jamás admitió que le gustaba leerlos pero igual los buscaba.
Un recuerdo en cada libro. Cuándo y dónde lo compré. Porqué. Quién me lo regaló. Cómo me sentía cuando lo leí. Quién era yo. Quién fui.
Y esa nostalgia del tiempo que tenía antes para mí y para mis libros. Cuándo voy a tener tiempo para volver a leer? Cuándo podré leer algo que no sea de crianza de un hijo?
Se quedan. No pierdo la esperanza de volver a leer.
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