Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Liberia

La puerta del cuarto suena cada vez que la golpea el viento y está muy ventoso. La gente de aquí anda con suéter. Para mí está perfecto pero no cuando con cada golpe me despierto un poquito. Me cuesta dormir en cama ajena y el aire acondicionado me obliga a usar doble cobija.

Llegamos anoche, después de cuatro horas. Salimos 45 minutos tarde de San José y yo solo podía pensar en mi abuela, diciéndome que eso me pasaba por muerta de hambre. Hubiera sido mejor manejar yo sola. O pagar el puto tiquete de avión que llevarme el colerón de salir tarde.

La cena fue un granizado durante una reunión con los testigos. Una de ellas llevó a su hija, que era como verme a mí a esa edad. Entre el sueño y la fascinación con ese clon del pasado me costó concentrarme. Me pareció una niña tan linda y me pregunté porqué nunca pensé que yo fui bonita. Pensé que me encantaría que nos asignaran una chiquitina que se pareciera tanto a mí. Al final, le regalé la tableta gigante de chocolate que me traje en la cartera para cualquier emergencia.

El control del tele no funciona. La habitación no tiene alfombra. Sigue siendo el mismo Hotel de hace muchos años, pero me gusta. Era famoso por su flan de coco. Me recuerda los fines de año de vampiros, durmiendo de día y fiestas y bailes de noche, hace otra vida, antes de internet. Me cuesta muchísimo dormirme, aunque ese día me levanté a las 4 de la mañana y nadé dos horas.

Me despierto a las 4 de la mañana. Le doy un rato, pero el sueño no vuelve. Me pongo el vestido de baño y mando a la mierda el aviso que dice que se puede nadar a partir de las 7. Nado en una oscuridad total, viendo un piso que no conozco, en una piscina que pareciera no tener fin. Extiendo las manos para palpar la pared hasta que me acostumbro. Ir y venir. Ir y venir. El cuerpo dice que no mide 25 metros, pero está bien para aflojar.

El viento no para y aunque ya son las 5 sigue estando tan oscuro como hace un rato. El sol sale por el este- me digo- aquí no lo voy a ver salir. Va a alumbrar más tarde. Aquí el cielo es otro. Las estrellas son distintas, acomodadas en otro diseño. Todo es tibio, el agua, el aire, el viento que me vuela las paletas, el pull boy y la liga. Luego aparecerán flotando y las veré cuando esté iluminado el día. La naricera la declaré perdida.

Al portazo del viento se unen los cambios de marchas de los furgones que pasan mamados y el cambio ligero en las luces. Nunca más un cuarto que de a la carretera, me digo. Pero tampoco sé cuándo voy a volver a Liberia.

Empieza a clarear, que es mi momento favorito para estar nadando, revivir todos los días un pequeño milagro. Desde una de las sillas alrededor de la piscina me observa un pecho amarillo, muy quieto. Me evoca a mi abuela y sus brazos morenos. En Liberia ella y yo parecemos parte del paisaje, aunque a mí me sigan diciendo que no parezco tica.

De repente hay un hombre en la orilla, no muy alto, en shorts, de bigote de caballero antiguo, cruzado de brazos y muy serio. Dejo de nadar y saludo, incómoda por sentirme observada. Hablamos primero en inglés. Me cuenta que nada todos los días, nadando en círculos alrededor de la piscina, con la cabeza por fuera “como las señoras” porque los químicos le hacen infecciones. Le digo que eso se llama estilo Tarzán y se lo demuestro. Ofendido, me habla de Johnny Weissmüller y sus medallas olímpicas. Oigo como lo dice y le pregunto en alemán si es húngaro. Se sorprende muchísimo y me responde en alemán también que en Hungría no se habla el lenguaje del enemigo.

Hablamos de Budapest, de las familias húngaras que los dos conocemos. Le cuento que en agosto voy al mundial en Hungría y me enseña cómo decir correctamente el nombre de la piscina. Hablamos de eso que es ser húngaro, el drama, la tragedia, la intensidad: One must also be hungarian.  Lo acompaña una muchachita tímida de la zona, que no habla ni interviene y se sienta por allá. Me pregunto si ella, de chiquita, también se parecería a mí.  El hace un comentario inadecuado sobre el allanamiento de un putero de San José. Es claro que cree que todas somos putas. Me dice que nado muy bien. Que me buscará en Budapest para hacerme barra.

Lo que no hago en mi casa, lo hago aquí: bañarme con agua muy caliente. Me alisto y a la hora acordada estoy sentada en el lobby. Otra vez tengo que esperar por muerta de hambre.Lo mío con la puntualidad ya debe rayar en la neurosis.

Dicen que el desayuno en Las Espuelas es malísimo aunque está incluido. No podría saber porque no tengo capacidad de decisión. Este viaje me recuerda porqué dicen que los abogados somos como las putas: sonrío y escucho a todo lo que me dicen, el cliente dice dónde me hospedo, dónde como, a qué horas y cuánto. Dice hasta cuándo puedo ir a dormir y a qué hora despertarme.

Me sirven una cantidad inmoral de gallo pinto. Yo no voy a poder comerme ni la cuarta parte de eso y aunque todos los que he escuchado juran y perjuran que es el mejor lugar para comer en Liberia, abierto 24 horas, a mí no me parece tan bueno. No está frito, por un lado. Por otro, tiene culantro. Me tocó una cocinera con gustos cartagos. Quiero pedir más. Quiero tortillas caseras, pero me da pena, porque el cliente no pide tanta cosa como yo. Me disculpo diciendo que fue la nadada. La fruta es deliciosa, dulce, natural y en cierta forma tibia.

Esta carretera nueva es muy moderna, de pasos elevados y columnas que recuerdan ciertas ciudades gringas. Pero la vista de este restaurante ahora es un muro y el cielo enorme de Guanacaste está cortado por el cemento. Dicen que Cañas y Bagaces ahora son pueblos muertos. Uno pasa volando por la pista y ni siquiera ve los negocitos para antojarse de un fresco.

Nos perdemos por las calles de Liberia buscando el Ministerio de Trabajo. Todo el centro es asfaltado, pero de repente aparecen calles de lastre. Me cuesta un poco reconocer esta Liberia con Toyota, Universal, MacDonald’s y tanta franquicia gringa. Mi memoria tiene otro pueblo registrado, pero sería injusto negarles el derecho a la homogenización del progreso

Anoche fuimos a dejar a una de los testigos al Barrio La Victoria. Pasamos frente a la casa donde asesinaron a los estudiantes de la U, porque ahora es parte de las atracciones turísticas del pueblo. Yo me imaginaba una casa oscura en una callecita oscura y sola. No. Está en una calle ancha, iluminada, muy activa. La cuadra de al frente es un Megasuper que abre hasta tarde. A la par de la casa, hay un bar. A todas horas hay gente en la calle.  Es imposible que no hayan escuchado nada.

Nos contaron que la gente tiene miedo, que salen de trabajar y pasan muy rápido en sus motos o en sus bicicletas y que ahora, cada vez que andan en la calle, se preguntan si el asesino de Liberia andará suelto. Hay cuentos de un taxista pirata que lo llevó a la frontera. Dos días después nos íbamos a enterar que no había salido del barrio en todo este tiempo. Me marea la idea macabra de pensar que dormí,, que todos dormimos, en el mismo pueblo que un asesino. Quisiera saber de qué otras cosas no nos damos cuenta. De con quién compartimos espacios y oxígeno.

Logramos conciliar. El cliente me reclama aunque eso era parte de lo contemplado y me dice que eso fue “abrirse de patas”. Conciliamos por un tercio menos de lo que me habían autorizado, pero tengo la impresión de que este cliente es de los que se toman las cosas personales y quería ver a la contraparte destruida. Me reclama porque le hago comentarios amables a la estudiante de la U que representa a la trabajadora.

Yo quería rosquillas y cosas de horno, pero me dicen que queda muy largo. Tengo que consolarme con cosas de panadería que podría encontrar en cualquier lado en San José, pero yo no decido. Otras cuatro horas de regreso y pongo la mente en automático porque no puedo más con esta compañía. Prefiero ir oyendo programas de radio de futbol que asuntarle todo lo que me cuenta. Me sirven los artículos de cómo fingir que uno escucha, haciendo preguntas de seguimiento sin que de verdad me importe. Primera y última vez. La próxima, me amarro las enaguas y me vengo en avioneta, aunque me de miedo.

Soy injusta, sí. Clasista, también, porque no dejo de pensar en lo ordinaria que me parece a pesar de una historia de vida de trabajo y superación que no incluyó limar tanta aspereza que a mí tanto me estorba.

Tal vez sea que ayer, recién iniciando el viaje, le comenté que estamos en proceso de adopción porque ya decidí que quiero normalizar el asunto y contarlo como contaría que estamos embarazados.

Lo que me dijo fue “Ay, qué lástima que no vas a poder ser mamá de forma natural…” para luego contarme con detalle del dolor de un parto y de cómo duele tanto que no podés pensar en otra cosa.

El dolor no valida el amor, ni lo hace distinto- pienso. Pero sonrío como si me estuviera aportando milenaria sabiduría desde su monopolio del ejercicio de la maternidad.

La defensa descansa, señor juez.

Y vos, ¿qué pensás?