Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Fidel

Estaba sentada en el suelo de la sala de Mimí, viendo muy cerca el tele pequeñito a colores, de control manual y Fidel hablaba en la pantalla. Mi abuela me dijo a gritos que me iba a quedar ciega y que encima por estar viendo a ese demonio.

Vi a mi abuela y volví a ver la pantalla, aquel hombre alto, barbudo, de verde olivo y de gestos dramáticos y supe que viviría para ver el día en que ese hombre y mi abuela iban a morir. Fue una lucidez de la mortalidad de la especie, que solo por el hecho de tener yo menos de 10 y ellos más de 50, los vería morir.

Fidel era comunista. Fidel era el responsable de los refugiados cubanos que hablaban pestes de él y del régimen. Fidel era el causante de aquellos libros que contaban de los horrores de vivir en una sociedad sin acceso a jeans de marca, a maquillaje, a Coca Cola y que obligaba a las muchachas jóvenes a prostituirse por un brassiere nuevo. Fidel era el diablo del que hablaba la colonia cubana en Miami. Fidel era el culpable de aquel artículo desgarrador del Reader’s Digest que hablaba de la prisión de Valladares, encerrado en una cárcel húmeda y caliente en Cuba y que por obra y milagro del Dios que Fidel negaba, volvió a caminar apenas puso un pie en Miami.  En la escuela, me decían que Fidel le lavaba el cerebro a los niños, les decía que Dios no existía, y los enseñaba a denunciar a sus propios padres.

Llegó la U, cuarto año de derecho. Mi profesor de filosofía del derecho me puso unas lecturas sobre educación que me sorprendieron. Le pedí más. Me las leí de un tirón y pedí cita porque quería saber quién había escrito eso. Había sido Fidel Castro.

Leí mucho más, esta vez cosas del otro lado de la luna, del oscuro, del que no se ve en las fotos de los periódicos. Ese año hubo un congreso de derechos humanos en Costa Rica y vino el ministro de relaciones exteriores cubano. Vi como un montón de ignorantes irrespetuosos le repetían consignas, pero de derecha y como él respondió con calma cada una de ellas. Me pregunté a quién sería en realidad que le lavaban el cerebro. Ese año me enteré de muchas otras cosas con libros olvidados en librerías de libros usados, con exiliados, con gente de izquierda.

Le escribí pidiéndole perdón y contándole todo esto. Diciéndole que fui ciega por mucho tiempo, que solo quise escuchar un lado, que hablé muchas veces mal de él y de Cuba sin saber lo que estaba diciendo. Le escribí páginas y páginas, en las que ponía en orden mi pensamiento y me arrepentía de haberme dejado llevar por el mierdero.  La dirigí al Comandante Fidel Castro, Palacio de la Revolución, La Habana, Cuba.

Me respondió unos meses después. Me mandó libros, un video de la visita de Fidel a Bolivia, que se llama Ahora todos somos bolivianos. Me mandó unos discursos y al despedirse, me decía que se alegraba de tener en mí una amiga más de la revolución cubana.

Unos años más tarde visité Cuba por primera vez y vi un país sin publicidad, sin niños durmiendo en la calle, sin viejitos abandonados, sin personas con problemas mentales deambulando, sin analfabetas, con una pobreza digna, con una educación generalizada, con un énfasis en el deporte, en el arte, en la educación, en la erradicación del racismo, en los derechos de las mujeres.  Vi los índices de salud y de educación de primer mundo que los enemigos de Fidel siempre han cuestionado aunque vengan de organismos internacionales.

Vi y leí cosas que guardo solo para mí: Fidel en Santiago. Allende le regaló dos cóndores andinos que luego él mandó a soltar después del golpe y sobrevolaron lo que fue Santiago lo que  ensangrentado.   Dice la leyenda que cayeron muertos en Plaza Constitución, incapaces de vivir libres en el Chile pisotead por Pinochet. Fidel sonriéndole en fotos al Che, en esa camaradería que solo los amigos que son más que hermanos comparten. Fidel informando al pueblo de Cuba la muerte del Che. Fidel recibiendo el cuerpo del Che. Una paloma blanca que se coloca sobre el hombro de Fidel en un discurso en Plaza Revolución. Un Fidel que le pone la mano en el hombro a Oliver Stone traumado por su pasado, cuando le pregunta sobre su experiencia en Vietnam. El Fidel que dio la orden de que no quería monumentos para él mientras estuviese vivo. El Fidel que dejó de fumar tan pronto se supo que daba cáncer. El que bajó de peso. El que recibió a los exiliados chilenos, muchos de ellos familiares de Allende y dirigentes del MIR. El que le dijo a Hebe que en Cuba no habían tenido esos problemas con los torturadores porque los habían echado a todos. El Fidel amigo de don Gustavo, que nos recibió en Cuba y se le llenaban los ojos de lágrimas cuando nos escuchó cantar canciones revolucionarias. El Fidel de 32 años que le tocaba el culo a doña Aracelly cuando bajó de la Sierra y ella se sentía orgullosa de su contribución  la revolución y porque era un hombre inteligente, pícaro y guapo.  El sol sobre La Habana, que me emociona de formas que no puedo escribir, aunque quisiera, que sigo soñando de vez en cuando y que puedo invocar con solo cerrar los ojos.  El Fidel de Bahía Cochinos y aquella niñita de los zapatitos blancos. El Fidel que se llama, en realidad, Fidel Alejandro.  El Fidel escrito en sangre en aquella puerta en un museo de La Habana.  El Fidel de las canciones de Silvio y de Víctor y de Pablo. El necio.

 

Leí a Fidel. Sus entrevistas, sus discursos, sus anécdotas. Me sorprendió y me asustó en cuántas cosas estábamos los dos de acuerdo. Admiré su entrega y sus huevos, su capacidad de manejo de datos, su necesidad de aprender siempre, sus horas de trabajo. Me conmovió el cariño de tanta y tanta gente para él. Me impresionó su capacidad de inspirar a miles y miles de jóvenes en el mundo. Me impactó su capacidad de solidaridad, que él llamaba internacionalismo. Leía sus artículos en Granma. Me quedé esperando su reacción de las últimas elecciones gringas. Tengo, para mi hijo, el libro de Fidel habla con los niños y varios libros de historia de los que usan los Pioneros.

He vuelto a Cuba otras veces más y he podido aceptar que a mí no me da la entrega para vivir en un régimen con esas limitaciones. Fui educada para tener gustos de princesa que solo se explican en un modelo capitalista puro y acepto mi debilidad sin que por eso me enorgullezca.

Fidel también decía que uno tenía que ser, al menos, honestos con uno mismo y saber hasta donde llegaba su buendad. La mía no supera la posibilidad de vivir sin opciones del mercado libre, porque soy de los que se ha visto beneficiado por eso. Al menos yo sé hasta dónde llega mi egoísmo y los límites de mi entrega. Prefiero saberme un poco corrupta que creerme impoluta y perfecta, en el pedestal desde donde se juzga.

Por eso ni siquiera discuto con los exiliados, porque en una situación igual, en mi país, yo probablemente también habría llegado a un país nuevo sin nada, obligada a empezar de cero.

No entiendo a los que lo odian sin conocerlo. A los que lo detestan sin leerlo. A los que juzgan solo por las agencias de noticias de la derecha o de lo que siempre han oído. A los que no cuestionan nunca lo que los rodea. No entiendo a los que defienden la libertad, en sistemas como el nuestro que solamente 300 personas tienen acceso a los medios de comunicación, en los que decir lo incorrecto, en ciertos lugares, pueden acabar con tu trabajo, hacerte mal ambiente, convertirte en un parásito. A veces esa libertad me recuerda la justicia de Anatole France: aquella que, en su infinita sabiduría, permite que tanto pobres como ricos duerman debajo de un puente.

No entiendo porqué la libertad de hablar o decir está por encima de la de comer o educarse  tener acceso a la salud. Es cierto que se puede tener lo mismo de otras maneras. Entonces ¿Quién nos creemos para criticar los caminos alternos? ¿A dónde, en qué sistema, preferirían estar  si fuesen el último lugar de la cadena alimenticia?

No entiendo a los que critican sin haberse animado nunca a hacer ni mierda, desde esa posición cómoda del comentarista, del observador. Hagan algo, organicen algo; enfréntense a la realidad de lidiar con la naturaleza humana, con los temores, con los traumas, con los saboteos. Ahora imagínese hacerlo con un país y contra una potencia a noventa millas.  No entiendo porqué le exigen a Fidel la perfección,  que le está negada por naturaleza al ser humano. ¿Qué pretenden? ¿Qué no hubiera leyes? ¿Qué no hubiese cárcel? ¿Qué fuera perfecto? ¿Porqué no le exigen lo mismo a los sistemas que tanto defienden? ¿Porqué tanto maniqueísmo? ¿Porqué le atribuyen a un hombre la capacidad de tanto daño? ¿Quién es la víctima aquí de la propaganda?

A veces entiendo porqué la gente necesita rezar, en el consuelo que debe ser depositar imposibles en un ser todopoderoso. Algo similar, pero en el negativo de la foto, debe ocurrir con el odio.

Lo que sé es que Fidel, o su figura o lo que fue, a mí me dio luz en un momento muy oscuro. Me hizo creer de nuevo, no en él, sino en la justicia. Me dio herramientas para muchas cosas de la vida, porque si bien nunca espero empuñar un arma para derrocar un gobierno ni para defenderlo, es frecuente que recuerde otra de las frases de estrategia del Comandante: Nunca se pelean aquellas peleas que te pueden sacar del ring. Fidel, para mí, fue y seguirá siendo ejemplo. Me dio fuerzas. Me dio alimento para mi cabeza, ideas para mi vida, me dio ideales.

Pensé que lloraría su muerte, pero no. Vivió 90 años y es probable que haya muerto arrepentido, pero no de lo que quisieran sus enemigos sino de no tener más tiempo para hacer todo lo que aun tenía pendiente. Me alegro que haya muerto en su isla, en su cama, con su gente querida y no a manos de los 638 asesinos que fallaron en sus misiones.

Tengo derecho al luto de lo que para mí, es una figura enorme, un ejemplo. No tengo porqué llorarlo a escondidas, como se lloran los desprecios o los rechazos de los amores prohibidos; para eso tengo mis Alamedas.  Leo a los que lo odian con una sonrisa amarga en la cara y me voy hacia ese malecón soleado en mis adentros, lejos de sus retahílas.

A esos, a los que hacen que se me despierte una arrogancia de mierda, a los que veo como ignorantes, a los que ni siquiera le dan oportunidad al conocimiento o a los datos,  a los que defienden el derecho de libre pensamiento y expresión, pero critican que lo admire: métanse su libertad en el culo. Dichosos ustedes que las tienen todas tan claras y defienden a muerte sus verdades sin cuestionarlas nunca.

¡Hasta la victoria siempre Comandante!

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P.S.: Buitres carroñeros, favor abstenerse. Sus comentarios no son bienvenidos. Así que si lee y no le gusta, vaya a otro lado a quejarse. Aquí no. Respete.

3 gotas de lluvia en “Fidel”

  1. Sonnytico dice:

    Por sobre todo, admiro tu elocuencia Ale. Quiero leer, por piedad, la correspondencia que te envió el Comandante. Al igual que lo decís en este ensayo es posible que no tuviera yo los guebos por falta de costumbre de vivir en un régimen como el cubano, razón me doy hoy a mis 39 años el porque no se «debe» discutir con ningún exiliado. Te aprecio mucho aún sin conocerte mucho, será por ser camaradas?

  2. María Teresa dice:

    Vos siempre avasallante y sorprendente, mi querida Ale. Escribiendo con el corazón abierto y expuesto. Con honestidad y pasión, como no se acostumbra por estos lares. Me emocioné leyendo tu testimonio. Mi camino fue diferente. A los 18 años, adoré a Fidel y la Revolución cubana y odié a los gringos con su tejemaneje de mentiras y manipulaciones. A los 67, creo que, como el hombre no es perfecto, es peligroso poner los destinos de todos en manos de unos pocos. Sean quienes sean. Cualquier sistema político es tan imperfecto como los hombres que lo trazan y si bien la democracia que conocemos es muy deficiente, me siento mejor en este sistema que en uno tan autocrático. Pero admiro todos esos logros que mencionás y creo que la figura y la trascendencia histórica de Fidel son incuestionables.

  3. Julia dice:

    Mis respetos, para vos y para Fidel.
    Habitantes de su tiempo, tanto vos como él.

Y vos, ¿qué pensás?