Ese día comentaba, a puerta cerrada los efectos de la muerte de Fusi.
De cómo lo siento a la par mía, caminando por la casa, echado en sus lugares favoritos, pidiendo comida a la orilla de la mesa, echado sobre mi almohada, de panza haciendo gracia. Lo escucho suspirar. Escucho sus patitas. Lo veo en cada una de sus alfombras y sus lugares favoritos. Explicaba cómo no me asusta ni me sorprende. Desde niña veo cosas, sobre todo cuando estoy más vulnerable. Así que nada más estaba dejando que pasara solo o que esa fuerza me acompañara, sin forzarla a quedarse o irse. Simplemente que estuviera el tiempo que tendría que estar.
También expliqué cómo era mi vida con Mimí. No era la abuela que veía de vez en cuando un ratito los fines de semana. Yo me iba para allá de viernes a domingo, todos los feriados, todas las vacaciones y cada vez que podía. Tenía mi cobijita, mi almohada, mi ropa, mi paño. Mi campo en la mesa. Mi tenedor favorito, mi tasa, mi plato. Ella me preparaba todos los días desayuno con jugo de naranja recién exprimido, y siempre, siempre, tortillas con queso y una fruta a media mañana y a media tarde. Hacíamos todas las comidas juntas. Yo volvía del colegio o de la U, y siempre había comida, casera, recién hecha. Me preguntaba qué quería comer. Consentía mis gustos. Hacía postres batiendo a mano, cantando tangos.
La casa de mi abuela estaba siempre llena de luz y de risas y de voces conversando porque Mimí hablaba mucho conmigo. Comentábamos las noticias, el periódico, a los vecinos, la historia del mundo. Repasaba conmigo las capitales de los países y hacíamos juegos donde ella proponía un tema y la otra tenía que hacer un anuncio del producto. Corrió el tiempo y hacíamos talla de zapatos. Le llenaba la cachimba de tierra que me los pusieran sin permiso.
Me pedía que le frotara las piernas con crema y se quedaba dormida con la boca abierta. Me hablaba de su infancia y de su juventud, hasta de los hombres de los que se había enamorado. Me hablaba de Alejandro, mucho, todo el tiempo. Ibamos juntas al mercado, al cementerio, a las compras del barrio, a misa. Tomábamos café recién chorreado en la tarde. Y todas las semanas me daba plata para gastar en mis cositas. Nos peleamos muchas veces, pero nunca, nunca me levantó la mano. Yo no estorbaba en la vida de ella, porque no la concebía sin que yo estuviera. Mi abuela era mi vida. Su casa, la mía.
También conté lo que viví cuando murió. Cómo me sorprendió no haber sentido que se despedía de mí. Cómo le pedí en el hospital que se fuera tranquila. Cómo lloraba en las noches en la casa de mi mamá, sin que nadie llegara a consolarme. Cómo pase de una casa iluminada a una callada y triste, donde mi desayuno era un vaso de leche fría y en las noches, cuando volvía, muchas veces, ya no quedaba comida para mí y nadie se daba cuenta.
De lo que sentí la primera vez que fui de nuevo a su casa y ya ella no estaba. La casa estaba volcada. Alguien anduvo buscando las cosas de mi pobre viejita, que no tenía nada y lo que tenía, se lo había dejado al hijo que se lo había dado todo. Mi abuela me dejó una vida distinta y un montón de fotos viejas que guardaba en una cajita de cartón que yo le había regalado, que por mal presentada y mal hecha, nadie pensó en revisar. Fue lo único que rescaté de lo que había sido mi casa.
Y de cómo esas primeras noches, en cada uno sentí una presencia que me acariciaba el pelo y la cara, que se sentaba en la orilla de la cama, que me arropaba los pies, que se acostaba al lado mío. Una presencia querida y cálida, que igual que la de Fusi, nunca me dio miedo. Por el contrario, me llenó de mucha calma.
Contaba eso y era un río de palabras y de lágrimas. En eso, la puerta, la que estaba cerrada con llave, se abrió de golpe sin motivo alguno.
Por hacer una broma, yo, que estaba de espaldas, sin inmutarme y sin perder el ritmo, fresca y para nada alterada, levanté la cara y pregunté con toda naturalidad: ¿Es ella? Y mi interlocutora se puso pálida del susto.
No era nadie, por supuesto. Si hubiera sido mi abuela, hubiera entrado muerta de risa, pidiéndome que “Dejá de hablar mierda, vos” para darme un abrazo y un beso y recordarme lo mucho que me quería.
Digan lo que digan los escépticos del mundo, la verdad es que creer en fantasmas, es un enorme consuelo.
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