Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Hospital veterinario

Fusi llevaba una semana enfermo. El lunes había vomitado hasta volverse al revés. Pensamos que era por el exceso que había comido el fin de semana previo, cuando se había volado un tupper lleno de atún con mayonesa y tomate, un paquete de jamón y su comida habitual. La noche del lunes, cuando empezó a vomitar fue una locura: vomitó en todas partes, en sus camitas, en el closet, en el patio, se encerraba y se escondía a vomitar. El veterinario nos recomendó darle peptobismol.

De esa noche, más que la superación del asco y las ganas propias de vomitar, me parece estar viendo a Marcelo persiguiéndolo con peptobismol en una cuchara, rogándole que lo tomara. Y Fuser sentado en que no y no. Yo traté de obligarlo, forzándole el hocico y lo cerró con toda la fuerza de su testarudez, sobre mi mano, mordiéndome. Ahí fue cuando se desplegó el ataque de pánico, con toda la fuerza. Toda.

(Me senté a llorar en una silla del cuarto, mientras Marce trataba de que Fuser tomara la medicina. Fue injusto con Marcelo, para qué decir más, lidiar con dos enfermos, uno de la pancita y otra de la cabeza. Me abracé y esperé, en algún rincón de la mente, en que pasara, con la tranquilidad de que pasaría y pasaría pronto. Por fuera, gritaba y lloraba sin parar y me temblaba todo el cuerpo.

Sé que se debió ver terrible, pero por alguna razón siento que no lo fue. Llevaba casi 12 meses sin ataques. El último había sido el 16 de enero de ese año. Pero este fue menor, más controlado, al menos por dentro. De algo sirvió tanto leer sobre el tema y hablar al respecto.)

Apenas pasó, tomé un extraño control de la situación y con una calma helada, encontré una manga de decorar queques, le echamos peptobismol y obligamos a Fuser a tomar la medicina. Igual el veterinario tuvo que venir a media noche, a inyectarlo.

Cinco días de visitas diarias a la veterinaria, ultrasonidos, dietas, 24 horas de líquidos y el 18 de diciembre, un último ultrasonido. Marce estaba en el estreno de Star Wars, yo regresé temprano alegando evitar las presas, pero en realidad para estar presente cuando lo valoraran.

La doctora dijo que había que operarlo urgente. No había comido, pero tenía la pancita llena de comida. El intestino no se le movía. Despídase de él- me dijo- Es una cirugía peligrosa. Me empezaron a salir las lágrimas y le di un beso como si lo fuera a ver en un ratito. Me vine a la casa, y en un acto de desesperación, de los que preceden a la fe como último recurso, le prendí una velita a San Francisco y me senté a llorar en el sillón de la sala. Juanita se dio cuenta y me consoló con un abrazo, diciéndome que ella le estaba rezando también a sus santitos y que todo iba a salir bien.

Fueron dos horas eternas, de silencio. Una llamada perdida de la veterinaria y llamé de vuelta. El doctor va camino a su casa para hablar con usted- me dijo. Pero al menos me confirmó que Fuser había sobrevivido a la cirugía. Venía para comentarme lo que había pasado: el bazo se había pasado de lado y estaba enorme, evitando que la digestión y corriendo todos los demás órganos internos, provocándole una torsión gástrica. Había sido justo a tiempo.

A Marce le di la noticia por mensajes de texto, apenas tuiteó que estaba detenido en la presa del peaje de Escazú. Llego tembloroso y asustado, por mí, por Fuser, por todo. Sigo sin entender porqué el temor de los demás me da fuerza, me obliga a controlar el propio, a encargarme de todo, a dar consuelo.

Recién llegado a la casa, Fuser solo comía de mi mano. Era un cachorrito enorme y chineado. Luego se reventó un punto por corretear a un perro. Luego otro. Fue en parte mi culpa, por creer que podía vigilarlo todo el tiempo sin ponerle el cono.

No podía calcular el espacio y se golpeaba contra todo. No le gusta el cono, lo odia, y se golpea cada vez que puede tratando de quitárselo. La herida le supura. Le empezó a supurar cuando estamos almorzando, se sienta a pedir y sale un chorro de sangre. El veterinario dice que es normal y empieza un círculo vicioso donde él gotea, nosotros limpiamos, desinfectamos, lo acostamos, le ponemos gazas, limpiamos la herida, ponemos un paquete de hielo, ponemos la crema. Y así cada vez que se mueve o cambia de posición.

Se sube a la cama y la mancha. Mancha sus almohadones. Lavamos todos los días y limpiamos o tratamos de hacerlo cada tres horas. Pasamos en cuatro patas. Yo ya no puedo comer entre el asco y la preocupación y la culpa por tenerle asco.

Es volver de nuevo a los días siguientes a mi cirugía, con la diferencia que yo tenía drenajes. Yo me daba cuenta de cuando me ensuciaba para limpiarme. Yo podía hablar. Yo tenía conciencia. Mis gazas, mis cremas, mis ungüentos, mis cosas, sirven esta vez para mi perro.

Cuando pensamos que está mejor y hacemos planes para ir al cine, de repente se levanta y vemos cómo de la herida le sale un pedazo de tejido rojo. Se está eviscerando- pensamos los dos y ninguno lo dice en voz alta. De nuevo, esa calma helada: lo acostamos y llamamos otra vez al veterinario. Veo como a Marce le tiembla la mano. La tecnología ayuda: le tomamos una foto a la escena y la enviamos por Whatssapp y el doctor confirma que viene de inmediato porque hay que sedarlo.

Otra espera eterna. Valoro si debería hacer lo que he visto en las películas de guerra, meterle la tripa de vuelta a la pancita por la herida. Pero lo podría contaminar o equivocarme. Además la tele es fantasía. Y esto no es una guerra. Ni yo soy doctor. Acariciándole la cabeza mientras esperamos, pienso que si llegó el momento de dormirlo, lo podía hacer con otro tipo de dolor, uno que ya no sea tan crudo y me sorprende mi propia resignación de asumir la posibilidad de quedarme sin él para siempre, el desprendimiento de dejarlo ir con tal de no verlo sufrir.

(Cómo se sufre con ellos- me dice la gente que me encuentro en la veterinaria, los amigos que saben, la gente que se entera. Me doy cuenta que hay gente que no entiende porqué ese apego a un animal. Porqué gastar tanto en ellos. Lo pienso y lo pienso y creo que se sufre tanto con ellos porque a veces, es al único ser vivo al que se quiere sin reservas, sin resentimientos, sin rencores. Es probablemente de los amores más puros que uno llega a sentir por algo. Con ellos nunca ha habido una pelea, una discusión, un pasado. Será que así es el amor por un hijo. Trato de consolarme con lo que siempre le digo a los demás cuando pierden a sus mascotas: Ellos se quedan con uno por el tiempo necesario y se van cuando saben que uno estará bien sin ellos. Pero también pienso en algo que leí en medio del ruido de las redes sociales: que un perro viva tan pocos años es una estafa al amor.)

Ese día quité todo lo navideño menos el árbol. Si iba a perder a Fuser no quería tener nada alegre alrededor mío. Era un sinsentido, tanta alegría y tanto temor.

El veterinario viene y nos dice que no se va a morir, que lo que se salió es tejido. Lo transportamos a la veterinaria cubierto con un paño para que no se salga nada más. Estamos presentes mientras lo operan de nuevo. Está medio dormido y me chupa y me chupa mientras le recosen la pancita, toda, por dentro y por fuera. Me sorprende ver a Marcelo, tan nervioso usualmente en cosas médicas, totalmente controlado y tranquilo.

Un amigo recomienda una segunda opinión y buscamos a otro veterinario por horas. Cuando aparece, nos dice que no toca a un animal operado por alguien más y adelanta que el goteo es normal. Como pasa siempre después de un ataque de pánico, las sensaciones quedan en el cuerpo, como réplicas, la energía circulando y amenazando con un nuevo ataque. En algún momento me pregunto si estaré haciendo lo correcto, si estaré haciendo todo lo posible, si el veterinario será competente, si me estará diciendo la verdad. La paranoia.

Otra vez el goteo constante, las curas, las limpiadas. Noches de perros, con un Fuser sediento por efecto secundario del antibiótico, que se orina adentro de la casa porque no le da tiempo de salir. Que trata de subirse a la cama y no lo dejamos para que no estire la herida y se lleve un punto. Los dos, Marce y yo necesitamos una noche completa de sueño. Fuser recupera durante el día con siestas por aquí y por allá. A mí no me importa que nadie sabe de mí, las cancelaciones de cosas sociales, la soledad ni los silencios.

Hay una mesita convertida en un centro sanitario, con todos sus medicamentos y remedios. Le compro paños para envolverlo y evitar un poco la goteadera. Parecía un perro en Spa. Pero de poco sirvió la noche en que se orinó en el cuarto y empapó el paño y pensé que se le infectaría la herida.

Ahora usa una especie de dona alrededor del cuello, para evitar que se lastime con el cono y evitar las malacrianzas que hace cuando lo tiene puesto. Lo ha aceptado mejor, aunque ha encontrado la forma de quitárselo de vez en cuando. Es un perro en reparaciones.

Poco a poco va cediendo. Hoy lleva dos días que ya no tiene. Hubo cosas que cuando veo hacia atrás me parecen increíbles: el 24 hice una pata de cerdo de la nada, como hace 15 años no hacía. Todos los días fui a nadar. Todos. La cara me explotó en espinillas. Gente que me escribió todos los días para saber cómo seguía él, aunque tenían sus propios problemas y dolores, casi todos humanos. El 31 dormimos toda la noche y lo agradecimos. Me tiré completa una novela colombiana en Netflix, una especie de Candy paisa. No toqué cosas del trabajo, porque no tenía cabeza. No leí. No hice nada que no fuera pensar en mi perro. Los paseos de fin de año que habíamos planeado terminaron siendo paseos a la farmacia o a un chino. Al menos yo he salido de la casa una hora al día. Marcelo no. No sé cómo ha podido soportarlo. Llevo 15 días en pijama. Las matas del jardín se secaron. La lista de pendientes es larguísima pero no me agobia. Ni eso, ni la presa del lunes, ni la explosión de llamadas. Ni los urgentes. Me preocupa más quién llevará a Fuser al doctor el lunes, para que le quiten los puntos, porque los dos estaremos trabajando.

Las vacaciones: un hospital veterinario.

Fufi

Una gota de lluvia en “Hospital veterinario”

  1. Gabriela dice:

    Recién leo este testimonio tan angustiante sobre tu querido perrito. Qué lástima no estar más cerca para llevarlo mañana al veterinario. Espero que se mejore pronto.
    Nunca he tenido mascota, pero sé cómo se les quiere. Mi sobrino tenía un Golden Retriever, Odie, un perro loco y encantador. Un día se enfermó. Cuando me dijeron que había muerto, lloré como se llora la partida de un amigo. Por eso creo entender tu desesperación, tu preocupación. Deseo que todo esto sea pronto parte de un mal recuerdo.

Y vos, ¿qué pensás?