Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Sole gets a massage

Ahora que me dedico con ahínco y obsesión al tema del chapoteo y trato por todos los medios de no lesionarme, aunque eso contravenga mi tradicional daño al manguito rotador cada pretemporada, decidí ir redondeando el concepto deportivo, pero en el orden que me da la gana. Así que antes de renunciar al chocolate con avellanas, al flan de vainilla con dulce de leche, o a las crepes suzettes, decidí que mis agotados músculos se merecían un masaje, como los deportistas élite que tienen masajista propio para antes y después de cada juego, pero lo mío más modesto.

Hice primero investigación de mercado con el famoso boca a boca, protegiendo mi intimidad afirmando que la información era para una amiga. Me recomendaron los masajes deportivos, pero la verdad, yo por dentro sentía (y siento) que ese tipo de masaje me queda grande, porque aunque nado 4 veces por semana, lo cierto es que lo mío es y sigue siendo una afición y no una cuestión de alto rendimiento ni mucho menos.

Además, tenía un oscuro antecedente, de mi época de runner, cuando después de una de esas carreras donde nadie me disputaba mi lugar al lado de una ambulancia, en un gimnasio se ofrecieron a quitarme el dolor de piernas y alegando que se me habían hecho cristales de ácido láctico, casi me dejan en silla de ruedas si no es que me defiendo a punta de aullidos de dolor y huyo por la derecha.

Así que le pregunté a mi fisioterapeuta, saqué cita y carboneada por ella (en realidad solo necesitaba un empujoncito) fui a parar con indicación de masaje deportivo, en un sitio decente, profesional y recomendado, según ella.

La recepción, pequeñísima y con un silloncito coqueto de mimbre. Me identifico, y cuando estoy a punto de desplomarme en el silloncito para revisar Twitter mientras me llaman, me dicen que espere en la sala de espera. Parece que el silloncito era de adorno:

Yo: ¿A dónde?

Ellos: En la sala de espera

Yo hago un giro de 360 con los brazos extendidos para agregar drama y pregunto:

–          ¿Cuál sala de espera?

Ellos: ¿Es su primera vez?

Se me encienden todas las alarmas, trago grueso y digo que sí con la cabeza. Me dan instrucciones para la salita, convenientemente oculta del ojo público.

Hay dos sillones grandes, revestidos en cuerina. Me siento entre una señora que parece mi mamá y un adolescente. El otro sillón está de cupos completos. Es como andar en metro: nadie quiere hacer contacto ocular con nadie y todos están concentradísimos en las aplicaciones de sus teléfonos. Como en el metro, tampoco hay un fenotipo de usuario de los servicios. Pero yo sospecho que eso no es cierto: el que se hace masaje por gusto, debe ser tribofílico, que disfruta las caricias, o sea lo contrario al que tiene una neurosis fóbica al contacto humano.

Me invitan a servirme un té, pero no quiero porque toda la selección es de Mondaisa y esos me dan acidez y colitis, no por el té, sino porque así somos de comemierda. La decoración es sencilla y no sé si es por el mosaico ochentoso, por la vitrina de farmacia de barrio exhibiendo productos locales de spa o por la pinta de comprado en el chino de los adornos, que juzgo aquello como algo que trata, pero que no llega pero que tampoco importa mucho para los efectos. Suena música instrumental como oriental o de yoga que no hizo pausa en las dos horas y media que estuve ahí. No están quemando incienso. Todo lo que uno podría tomar o beber está lleno cubierto de branding de mal gusto. Está limpio.

Empiezan a desfilar las masajistas identificando a gente por su nombre. En algún momento preguntan si falta alguien por llamar y yo levantando la manita. Hay que ver la fuerza que tienen los prejuicios, porque no dejo de pensar que con razón los centros de masajes se prestan a la prostitución. Me imagino las escenas de tantas películas, de caballeros aficionados a los lupanares, esperando en salas como éstas a que los llamen o a que las muchachas entren, desfilen y las escojan como condimentar arroz: al gusto.

Hay un atraso sensible en mi caso y reclamo, sin la esperanza de nada pero por disciplina y por dar guerra, haciéndome la ocupada. Entre tanto, el guarda entra y se sirve un té. Al rato, un café. Luego reemplaza el bidón de agua y se le cae y hace un reguero. Alguien usa el baño de la sala de espera y todos nos enteramos de la naturaleza del asunto, pero disimulamos.

Finalmente me llaman y me llevan entre puertas y corredores a una especie de cabinita, del tamaño de un baño. Me refuerza de nuevo la idea de que obviamente, este es el tipo de lugares que se podría prestar para todo y recuerdo un par de allanamientos en barrios bravos, donde entramos a lugares con disposición similar, con guantes de látex en las manos y donde se nos quedaban pegados los zapatos en el piso en una sustancia que nadie quería identificar, con todo cuidado para no resbalarse. Este lugar es oscuro de tanta puerta cerrada, pero, insisto, limpio.

Me preguntan si conozco el protocolo y digo que es mi primera vez. “Se quita todo, se pone boca abajo en la camilla debajo de la sábana” ¡La Virgen de la Caridad del Cobre, que eso suena a motel! “¿Todo?”– pregunto, con timidez y chillazón incipiente. “Todo, a menos que se sienta muy incómoda, se deja el blúmer”. Yo digo calzonillo. No blúmer. Blúmer es feo. Bueno. Examino las sábanas: mucho mejor que las de muchos hoteles en los que me he quedado.

Aquí descubro lo mucho que el chapoteo ha hecho por mí y el manejo de la desnudez, específicamente la mía. Como flash, quedo en pelotas y me acomodo. Otra vez la vocecita en la cabeza: “¿Ves qué fácil? Si te dedicaras a la putería, no perdés tiempo con la ropa” Cierto. Pero también es cierto que ya después de tantas duchas, cambiarse, secarse y vestirse con gente que le vale madre, a mí también me vale. Y que mis implantes han hecho mucho por mi autoestima ¿Celulitis? Sí, pero vea qué tetas. Son falsas y mías y son divinas. ¿Vistes? Ya quisieras

Empieza la cosa. Jamás me imaginé que una mujer tuviese tanta fuerza. Dudo de si me habrán asignado a alguien así de repollona cuando vieron que medía 1 80. Me pregunto cómo hace o qué siente de tocar a alguien que no conoce. Me disculpo por mis patitas heladas y rasposas de lo secas, debí hacerme paticure antes de venir si hubiera sabido cómo era la jugada.

Cuando empiezo a sentir las manos en mis nalgas, siempre con la cochinada en la mente, me queda clarito a qué se refieren con lo del happy ending. Me preocupo de nuevo y para ahuyentar ideas, inicio la entrevista. Me cuenta que usa aceite mineral y crema. Me explica que no tengo las piernas tan hechas leña, pero sí dos contracturas importantes en la espalda (surprise, surprise) y hasta yo siento el brinco, y tengo que respirar hondo cuando me las ataca. Me explica la diferencia entre un masaje y otro, cuál se recomienda en cuál caso y cuál en el mío.

Me da consejos se estiramiento antes y después de nadar. Me explica cómo me voy a sentir mañana cuando nade y que con esto boto toxinas (no sé por dónde porque tengo todos los poros saturados de aceite mineral) y que me tome después un tecito de manzanilla, pero sin las dos Dorival. Le pregunto por los pacientes cosquilludos, los refriados, los que podrían dar uácala. Cuando le veo la cara, ella está roja roja del esfuerzo. Pregunto y me explica cuántos masajes da por día, que es tanto a hombres como a mujeres, que al salir tiene que ir abrigada (como cuando yo salgo de la piscina) y que los primeros días se sentía morir hasta que agarró condición física. Me explica dónde se entrena y cómo.

Me piden darme vuelta mientras ella levanta la sábana hasta arriba como cuando orinaba a la orilla de la carretera chiquito o se cambiaba en media playa. Me doy vuelta pero lo hago todo al revés “Es que tengo dislexia”– le explico, y le da mucha risa.

Estando de frente quiero saber qué sigue y me explica que es solo piernas, brazos y escote y va jalando. Panza solo si es masaje reductivo. De frente, me dice, se dedica menos tiempo porque la carnita está por detrás. Hago cálculos mentales y me doy cuenta que es cierto. Hago la nota mental de venir siempre recién bañada y traer cola para que no me quede todo el pelo embarrado ni me pongan un paño como tienda de campaña para protegerlo.

Averigüé además dónde tienen locales, a qué hora abren,  a qué hora cierran, cuántas son, de las salas VIP, de mis teorías sobre cuánto hay que esperar para bañarse después de la bici para no seguir sudando aun después de bañado y una larga explicación sobre los choques térmicos y los riesgos de conductas como la mía, que después de una clase en un día caliente, me mando de panza en la piscinita helada de al lado por 5 mins para refrescarme.

Me faltó preguntar qué pasa cuando alguien se duerme, cómo se controlan los peditos en estas circunstancias, qué pasa si alguien quiere ir al baño, si ellas esperan que uno les hable como cuando una se va a cortar el pelo, si el protocolo incluye propina, si uno queda asignado siempre a la misma y otras menudencias. No vi un solo hombre. Tampoco vi el cliché de personas ciegas a cargo de los masajes.

El mío era de una hora, pero puede ser de hora quince y hasta hora y media. Quedo como nueva, salvo por los lugares de las contracturas, que los siento como si tuviera un morete de cada lado. Me visto como cachiflín, otro talento del chapoteo. Pongo las patitas en un paño que me dejan para eso porque no puedo poner los pies directo en el suelo frío por aquello del choque térmico.

La verdad, me sirvió para quitarme prejuicios, y como he dicho hasta el cansancio, entender porqué los lugares de masajes son pantallas ideales para los negocios sexuales.

La experiencia arruinó mi promesa a un querido amigo, que en estos días pasa por momento muy tenso, al que le había prometido ir juntos por un masaje relajante. Pero ya veo que eso implica deschingarnos juntos y estar juntos chingos en un mismo cuarto mientras personas extrañas nos tocan por casi todo lado y eso no es tanto la cosa y hasta podría superarlo. Lo peor es que no podríamos comentarlo a gusto ni vacilar al respecto, obligados a estar en silencio sin poder decir tanta cosa ingeniosa de doble sentido que se nos ocurriría en el momento.

Pienso además que para él quedaría lejos venir hasta aquí, pero con todo mi interrogatorio, sé que operan en hoteles del oeste y nos imagino en un escenario más internacional y moderno, con turbantes de paño en la cabeza, batas de paño grueso en el cuerpo y pantunflas, escogiendo fragancias de los aceites esenciales y almorzando a la salida. Pero eso le añadiría bronca, si nos ven entrar juntos a un hotel y luego salir con beatífica sonrisa de satisfacción corporal y se prestaría a habladuría y malinterpretaciones. Además debe ser más caro. Mejor le regalo el masaje para él solito y que me cuente cómo cayeron enamoradas las chiquillas y se peleaban por atenderlo.

En cuanto a mí, ya veo los spas de los hoteles con otros ojos y tengo mi cita de la otra semana.

3 gotas de lluvia en “Sole gets a massage”

  1. Gabriela dice:

    Me has hecho reír y me has hecho pensar, pues nunca me he hecho un masaje de esos. Parece que no sería mala idea. Te cuento que mi amiga Soledad, conocida como Sole, da unos masajes reductores y relajantes muy buenos. Tu título quedó medio acomodado a ella, ja, ja.

  2. MN dice:

    Hola, Sole, podés preguntarle a la persona que te haría el próximo masaje, si una una mujer mastectomizada (le explicás que no tiene los nódulos linfáticos que recibirían la linfa del brazo) puede recibir un masaje en el brazo. Le preguntás, por favor.

  3. solentiname dice:

    Nela, yo le pregunto. Voy el próximo sábadio, este que pasó tuve que cancelar

Y vos, ¿qué pensás?