Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Carta a mano

Hoy quise escribir una carta. Empecé en la compu, pero a medio del primer párrafo, pensé que sería lindo escribirla a mano. Es para mi profe del cole, acostumbrado a ver mis exámenes. El me conoce por la letra a mano, que, curiosamente aun recuerda: “Tu letra tenía ese algo de la gente que siempre está con una búsqueda de algo” me dijo.

Así que borré lo que llevaba, arranqué una hoja del cuaderno y me puse a escribir más o menos lo mismo, totalmente consciente que a mano no podía devolverme o editar a menos que llenara la carta de tachones, flechas y notas al margen. Más o menos como mi protocolo. Una situación que atenta contra la libre pluma, defintiivamente.

Tuve que parar cuando llevaba un párrafo, esta vez porque no aguantaba ya el dolor en la mano y en el brazo del esfuerzo. No recuerdo cuándo fue la última vez que escribí tanto, tan seguido, a mano. Puede haber sido en un exámen de alemán, cuando había que redactar cartas o textos, pero aun así eran muy corto, de doscientas palabras máximo.

Fui avanzando con descansos, cada idea, cada párrafo. Que lo leo en Facebook, que me alegra que use la tecnología; que empieza a llover y que como todos los años la gente se queja; que viene el aniversario de mi diagnóstico y hay fantasmas que se desperezan y me susurran buuuu al oído; que aquí y que allá. Confesiones personales, temores antiguos, noticias de los conocidos.

Una página de cuaderno, mate y porosa como me gustan a mí, con tinta azul en mi lapicero favorito. Con mi letra parejita, pequeña, redondita. Nunca aprendí a escribir a mano escrita. No hubo forma o manera y los dos años de escuela en que me obligaron, fueron una tortura. No podía hacer ni la r ni la j y por más caligrafía, jamás tuve la letra estilizada, levemente inclinada, elegante de mi mamá o de la generación de ella, de esa que servía para rotular invitaciones de bodas o quinceaños.

Pensé en las cartas que se enviaba antes la gente, cómo se inspirarían, cuántas veces las escribían, lo lindo que era enviar una pero mejor aun recibirlas. Las cartas que mandaba Alejandro desde lejos. Las que mandé yo- tantas que serían spam, pero esa palabra no existía – a los avisos en La Nación que pedían correspondencia y a los cursos en mis revistas de Pato Donald para ser investigador privado, mecanógrafa, convertirme en Charles Atlas o que me mandaran un paquete de eso tan misterioso que eran los Monos Marinos de los que yo quería un ejército.

Recordé también porqué tengo la letra que tengo, a mis casi 43 años. En las vacaciones de julio de cuarto grado, mi mamá revisó mis cuadernos. Mis notas eran excelentes, así que probablemente era un acto de hostilidad por alguna torta mía en otra área o simplemente porque las hostilidades de Ella eran imprevisibles, el destino de descarga no: siempre era yo.

Se desesperó de ver hojas y hojas grises de borrador, algunas con partes arrancadas en los intentos por borras mi incapacidad de hacer letra mano escrita, lo ilegible de lo que escribía y aquella letra horrible, enorme, desgarbadada, desordenada y fea que plagaba mis cuadernos. Ninguna letra era igual a la otra. Daba igual mayúsculas o minúsculas. Los reglones soportaban las filas y filas de ruinas caligráficas y los dibujos abstractos de mis ratos de aburrimiento, que abundaban.

Se fue enojando más y más conforme confirmaba que lo mío era endémico y, peor aun, vergonzoso. Ya era claro que nunca aprendería a escribir como la gente.

Del colerón, me arrancó todas las páginas de los cuadernos. Todas. Compró cuadernos nuevos y me dijo que de castigo, por esa rebeldía mía y porque no me daba la gana aprender a escribir, pasaría las vacaciones transcribiendo todo lo que llevaba en el año, hasta que soltara la mano y escribiera como Dios manda. Nada de tele, libros, visitas a Mimí: solos los cuadernos, que además no me forró como condimento al castigo. Mis vacaciones habían durado apenas una mañana.

Mis primeros intentos fueron igual de caóticos, probablemente porque no podía hacerlo distinto y porque además, presenciar la furia y el enojo de ella me había desembocado una ansiedad constante que me hacía temblar la mano y llorar de imaginarme lo que me iba a pasar si no hacía lo que me habían ordenado. Se arrancaron más páginas y en algún momento me dejaron claro que si no lo lograba, a fajazos me convencían.

No era cualquier faja. Tampoco era la de mi padrastro. Para pegarme en condiciones especiales, o sea, para los castigos ejemplificantes, ella usaba una faja de Alejandro, larga, de cuero grueso, con una hebilla pesada impresionante. La ironía que usara el recuerdo de él y de las pocas cosas que habían quedado de él para el maltrato. Hoy la faja la tengo yo, pero hundida en algún lado. Aun tengo la reacción automática de que se me llenan los ojos de lágrimas con solo verla.

No recuerdo cómo se me ocurrió negociarlo, la exasperé hasta que aceptó que lo hiciera en letra script, pero que lo hiciera de una vez por todas. Entonces me senté, todas las vacaciones, casi doce horas todos los días, con mi lapicero rojo y el azul, con la nariz casi pegada al papel, hasta que me dolía la espalda, los ojos y la mano derecha.

Hacía una letra microscópica, pero perfecta y redonda. Muy pegadita, pero que al verla por encima daba la impresión de un orden y una dedicación impecable por los contrastes. Imposible de leer sin lupa, sin anteojos o sin mí al lado.

Me obligué a hacerlo así con todos los cuadernos, evitando mostrar avances hasta que estuviera todo terminado, pasado y acomodado, para que no me pudieran decir que lo hiciera de nuevo. Nunca más un recado de la maestra quejándose de mi letra, mis borrones o mi cuaderno.

Creo que Ella jamás se imaginó que lo podría hacer o que ese sería el resultado. El domingo antes de volver a la escuela, esas noches de olor a betún negro, calor de plancha y sensación de exámen de matemática;  le entregué los cuadernos y no podía creer lo que veía. No pudo darme ni una queja, y más importante aun, ni un solo fajazo. No pudo leer lo que escribí. Nunca supo porqué lo hice ni porqué, para mí, fue un triunfo.

Mi letra sigue siendo muy parecida, tal vez un poco más grande. Me quedó la costumbre de tomar apuntes en borrador y pasarlos, incluso durante la U. Cada vez que leo algo escrito a mano por mí, sonrío.  Me gusta mi letra, aunque sea la de una chiquita de cuarto grado.

Así terminé la carta a mi profe:

“No aguanto el brazo, pero pensé que te gustaría recibir una carta  vieja escuela. Como ves, mi letra sigue siendo la misma, porque yo sigo siendo la misma. La enorme diferencia es que ya no tengo ni pienso tener nunca más a nadie que me esté jodiendo”

2 gotas de lluvia en “Carta a mano”

  1. Gabriela dice:

    Una historia de las tuyas, que mezcla nostalgia con ganas de ver el futuro con episodios tristes y sensaciones de victoria (¡bien por ti!).
    Te cuento que yo jamás pude hacer los benditos palotes, y nunca entendí la razón. Hasta el que tenía la peor letra del salón los hacía parejitos, y yo nada. Ya de adulta lo entendí: tenías a una zurda, totalmente zurda, tratando de hacer palotes con la inclinación para el otro lado. Recordando frustraciones pasadas, intenté hacer palotes para mi lado. Si tan sólo se me hubiera ocurrido antes no me hubiera sentido tan frustrada.
    Ah, a mí también me gusta escribir y leer cartas manuscritas, pero eso es ya casi una especie en extinción.

  2. solentiname dice:

    Gracias Gaby. Es un poco increible que la mayoría de personas que tuvimos problemas con eso, tuviéramos que encontrar solitos nuestra propia solución. Espero que ya los maestros hayan avanzado un poco en el tema 🙂

Y vos, ¿qué pensás?