Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

No adorarás ídolos

desde la isla de

Mimí no perdonaba faltar a misa, aunque estuviéramos de vacaciones fuera de Costa Rica. Presionó y manipuló y al final nos obligó a todos, incluyendo a mi tío, su esposa y a mi prima a ir misa. La única que había en español era la de los cubanos.

El ejercicio del catolicismo gringo de ese entonces bordeaba en la ortodoxia y los cubanos no se les quedaban atrás. Todos se levantaban y se sentaban y se hincaban y cantaban en el mismo preciso instante. No había espacio para ponerse creativos en una coreografía de fe cuidadosamente planificada.  El régimen a cargo del cura era tan estricto como otros a los que criticaban a la salida de la Iglesia.

No fue fácil con la esposa de mi tío Adolfo, tan atea e ignorante como si la hubieran criado los congos, que por más joyas y elegancia, a la hora de dar la paz decía “¡Felicidades!” y plantaba besos en los cachetes de los escandalizados vecinos de banca. Ni con el resto de nosotros, que por más regaños de una viejilla beata, no lográbamos llevarle el ritmo ni al cura ni a la congregación. La gente iba vestida como para un matrimonio. Mi prima y yo en shores, tennis y camiseta. Mimí era la única mujer de más de 30 años sin mantilla negra en la cabeza.

Para la época, yo estaba en mi segundo año de catecismo y la tarea de vacaciones era memorizar los diez mandamientos. Mi  obsesión circular e insistente era con el de No adorarás ídolos. No entendía porqué alguien adoraría una cosa así  sobre todo después del despelote que armó Moisés cuando bajó del Sinaí y encontró a la gradería de sol adorando a un becerro.

Después del poderisirenpaz, en lugar de salir corriendo, la congregación se puso en fila, mientras el cura buscaba una imagen del Niño Dios enorme, supuestamente antiquísima, que había logrado traer contrabandeada desde La Habana. Una reliquia pre revolucionaria.

Avanzábamos hacia el altar, pero no lograba ver para qué. Cuando llegó mi turno, quedé de frente ante la imagen del Niño. Tenía las rodillitas y las manitas de yeso todas brillantes y húmedas, con bastantes manchas de pintura de labios.  Volví a ver a Mimí para instrucciones, pero ella solo me empujó hacia adelante. Volví a ver al cura, que me ofreció impacientemente al Niñito y entendí que se suponía que tenía que besarle aunque fuera una patita.

No adorarás ídolos. Faltaba más de un año para que yo comulgara y no pretendía iniciar con semejante pecado entre pecho y espalda. Además, estaba todo babeado y me daba asco. La fila había sido muy larga.

Ella empujó más fuerte y yo, en el nombre de Dios, me resistí a incumplir sus mandamientos, justo a la vez que el cura me volvió a acercar al Niñito, con insistencia porque estaba atrasando la cosa. Por culpa de las leyes de la física trastabillé,y me apoyé, justa y precisamente en la imagen del Niñito rescatada de los comunistas.

Yo no me fui de hocico, pero el Niñito sí, con esa velocidad de cámara lenta de cine mudo tan propia de una torta de proporciones internacionales. Se hizo mielda. Y aunque volvimos varios años más a Miami, en otras Navidades, a mí no me volvieron a llevar nunca a misa. Yo podría estar excomulgada de esa iglesia de fanáticos, pero con la conciencia libre de todo pecado. Después de todo, mi primera comunión sería  la única vez en la vida que entraría a una iglesia con corona y velo y vestida de encaje y raso blanco.


Gotitas de lluvia

Una respuesta a “No adorarás ídolos”

  1. Pues debo confesarte que recién en la adultez entendí más o menos todo el ritual de la misa. Cuando uno es niño, no entiende nada de nada de por qué hay que levantarse, sentarse, arrodillarse, repetirlo todo y además en máximo silencio. Hace años leí un artículo genial de un escritor peruano genial que decía que no entendía por qué, si Jesús había dicho “dejen que los niños se acerquen a mí”, lo que quiere decir que sentía algo bueno por los niños, los adultos insisten en esa tortura que se llama misa. Cuando tienes seis años, todo eso escapa a la comprensión.

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