Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Una nueva experiencia

desde la isla de

Yo le tenía terror. Lo había conocido en una reunión de la oficina y me habían advertido, rete advertido, de su nivel de exigencia, de las expectativas de trato de rey, de sus excentricidades, su arrogancia y sobre todo, de cómo en cualquier momento explotaba una guerra civil familiar por cualquier cosa y la reacción que se esperaba de mi parte. un carácter explosivo, irritable y violento.

Y lo vi. Vi a uno de sus hijos contradecirlo en tono de niño malcriado, a pesar de ser un hombre y vi toda la rabia contenida salirse, como una represa que se desmorona y de repente los dos se gritaban por una cláusula de un contrato, pero no era por eso, era por odios y reproches  y reclamos mucho más antiguos pero que como nunca se dicen o porque anteceden las palabras o porque duelen y arden mucho, se disfrazan de otra cosa. Y el hijo terminó rojo de la cólera diciéndole cosas horribles y se fue de un portazo mientras él seguía gritando a todo volumen para luego seguir con la cláusula siguiente como si no hubiera pasado nada. Y mientras tanto, nosotros callados, viendo la mesa, imaginándonos invisibles para no afectar la intimidad de tanta disfunción junta.

Me pidieron ir sola a una reunión a su casa-mansión y rogué que la cambiaran, porque no quería ir sola. Ya era mucho esfuerzo pasar por la tortura de una reunión, por las llamadas, por los caprichos, por las noches sin dormir porque él quería una de cosa de ayer para mañana, por su obsesión con el perfeccionismo, por la discusión de cada expresión, la traducción de cada frase, como para encima ir sola, sin escudo, a la casa de él.

No quedó de otra y me fui sudando frío, apenas controlando el pánico. Me perdí. Tuve que llamar y decir que me perdí. Tuvo que venir el chofer por mí y guiarme por las calles sin nombre ni esquinas, subiendo por la montaña hasta llegar a aquella casa-mansión enorme donde vivía, en ese entonces rodeado por su soledad.

La reunión fue en el sótano, en su salón personal de juegos, un piso de maderas preciosas artesanado, luces indirectas, mesa de pool, home theater, mesa de cartas, cocineta, baño. Ya estaba sentadoen la mesa de poker tomando licor- tomaba muchísimo licor- con un abogado de toda la vida y de mucha espuela para el que yo, obviamente, no pasaba de una pollita aspiracionista. Una clase media con suerte de tener una cabeza operativa y de haber caído en esa oficina.

“¿Querés un café? Claro que querés un café. Sentate. Yo personalmente te lo voy a hacer.” No quiso oír mis nogracias, quépena, notomocafé, nosemoleste. Igual lo hizo, y me lo puso frente a la mesa y me vio a los ojos y me quedó claro que eso sería lo único que podría tomar.

Empezamos a trabajar. Forcé toda la reunión como había aprendido de mi jefe, rápido, explicando, yendo artículo por artículo, tomando notas. Me hacía preguntas como de exámen, me pedía mi opinión sobre cuál cláusula sería mejor que otra, a mí, que he redactado mil contratos pero nunca he hecho ni un solo negocio propio salvo aquello que fuera totalmente seguro. Yo ni siquiera estaba empezando a ir y él ya volvía, con tres negocios fundados y una cantidad de plata impresionante. ¿Qué importaba lo que yo opinara de las cláusulas si el que sabía de lo que se iba a hacer era él?

Siempre he sabido que me equivoqué de carrera, pero hay momentos de espejismo en que me miento que no es cierto, como cuando alguien me dice qué es lo que quiere hacer y yo puedo traducirlo a un documento, guiarlo, preguntar, cuestionar los riesgos, prever lo imprevisible. Es, un poquito, como escribir. Pero dura mucho menos. Por lo demás, los abogados somos unos secretarios y mandaderos de altísimo nivel, algunos muy caros.

Se hizo de noche y seguíamos. Se enfrío el café y yo no lo había tocado. Me lo dijo: “Tu café”. Y sin levantar la cara de los documentos, le recordé “Es que no tomo café, ¿se acuerda? Se lo dije hace un ratito”. Se levantó y apoyó las dos manotas en la mesa y se me acercó a la cara y me dijo: “A Daniel Kowalski  nadie le dice que no Hablaba de sí mismo en tercera persona.

La comodidad que me había atrevido a empezar a sentir se esfumó. Es muy posible que me haya puesto verde porque volví a sudar frío y tuve que hacer un esfuerzo consciente para que no se me llenaran los ojos de lágrimas y uno más intenso para no salir corriendo con todos mis petatitos. Recordé lo que me había dicho mi jefe en uno de mis múltiples intentos de zafarme del compromiso “A mi esposa la quiere porque le ha dicho que no en la cara. Con respeto, pero se lo dice. El necesita saber que no es el dueño del mundo”.

Me desdoblé. Una yo se fue a hacer un puñito en una esquina, a chuparse el dedo y a hacerse colochitos en el pelo chuzo hasta que se olvidaran de mi existencia, se apagaran todas las luces y pudiera salir huyendo para ir a renunciar primero y de ahí a mi casa a derrumbarme.  La otra, probablemente sintió la ausencia de la que estaba en la esquina y sin nada que la detuviera, abrió la boca con un tono totalmente sarcástico e insolente: “¿Así que nadie le dice nunca que no? Pues bienvenido a una nueva experiencia”

Fue una eternidad hasta que se le iluminaros los ojos celestes, para ese momento un poco nublados por el guaro y se rió a carcajadas. A partir de ahí, me convertí en su animalito favorito, su mascota, el gato angora del hombre de poder. Yo estaba ahora en su lista de exigencias. Me mandaba correos, me llamaba a mí para consultas, quería ser el primero, el favorito, el único y mi jefe fue claro: “Dale gusto. En todo. Lucite”. Encarnó el encanto de vieja escuela, el caballero europeo.

El miedo se esfumó y cuando nos reuníamos, hablábamos de todo. A los hijos no les hizo mucha gracia y un día me acusaron con él de hablar alemán. Me confrontó y le dije que era cierto. Entonces me decía cosas en yiddish y me pedía que le hablara en alemán y quiso saber porqué quería ir a Alemania y me habló de Polonia, de la guerra, de la fábrica de su familia, de cómo y dónde los habían asesinado, de cuando volvió para ver esa tierra y no sintió nada que lo amarrara a ese lugar. Cuando estuve en Berlín, me escribió y me llamó y cuando volví quiso que le contara de todo, porque él jamás iría por gusto a Alemania.

Yo añoraba las reuniones con él. Las empecé a disfrutarmontones. Trabajábamos un ratito para después hablar de política, de libros, de historia. La felicidad de él era verme llevándole la contraria y argumentarlo. No dejarme apocopar. Defender el punto.  Además, había una soledad en él que me conmovía, aunque sabía que era un divorciado deseado, no tanto porque seguía siendo un hombre guapo, sino sobre todo por la plata. El lo sabía y eso lo hacía sentirse más solo todavía.

Un día, en una reunión, me pidió el expediente del caso que veíamos. Cuando me lo devolvió, habían gotas de sangre en las hojas. Levanté la vista y vi que estaba sangrando por la nariz. El sabía que eso estaba pasando, pero era claro que todos teníamos que disimular lo contrario.

Fue la última vez que lo vi en persona. Unas semanas después supimos que tenía cáncer y se fue a buscar una ciudad bonita a la orilla del mar, siempre soleada, donde disfrutar del tiempo que le quedara y ver la extensión del negocio en otro país.

Supe que estaba en el hospital al mismo tiempo que yo, porque vi a sus hijos pero ellos no me vieron a mí. Quise irlo a ver porque sabía que era él, pero la puerta tenía el rótulo de “Prohibidas las visitas por orden médica” y no me atreví a tocar. Podré haberlo visto maltratar a sus hijos, pero la muerte tiene una intimidad a la que uno no tiene derecho a menos que se lo den expresamente.

Supe por las noticias que esta semana falleció. Cerré los ojos para identificar qué sentía al escuchar eso y me di cuenta que es posible que lo haya querido mucho y que tal vez él a mí me quiso también un poquito.

Auf wieder sehen. Megn dayn nomen keyn mol nisht fargesn zayn

 

 


Gotitas de lluvia

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