Salgo a caminar en medio de la fiebre. En cada articulación tengo una lavandera de brazos fuertes que retuerce y vuelve a retorcer. No tiende la sábana. Retuerce. Pero creo que me hará bien el sol y el aire aunque camine con los ojos chinos de la calentura y cada diez minutos sienta que tengo que sentarme.
Madrid despachó a la primavera de golpe y porrazo. Está caliente como sartén de paella, con el aceite a punto. Es cosa de horas para que llegue la humedad asfixiante del verano pero desde ya no se puede caminar por algún lugar que no sea la sombra.
Mimí ¿dónde están los hijos y los nietos de tanto viejito que pide en la calle? ¿Esto es la crisis? ¿Se fueron a América?¿están en paro, en algún trabajito de mierda? Si no tienen a nadie, dónde está el gobierno que sostuvieron por tantos años con sus impuestos? ¿Porqué no le importan a nadie?
Mimí, tengo hambre pero no sé ya qué comer. No quiero entrar a sentarme sola en un banco de una barra. Si veo un pedazo más de jamón serrano le prendo fuego. No me dan balsámico para el pan, quieren que me lo coma solo con aceite. Casi no he comido frutas y con esta gripe añoro la sensación de algo fresco en la boca.
Los moros tienen un all you can eat por cinco euros. Anuncian paella pero la ves con cuidado y está hecha de sobras, con la cáscara de la cola del camarón, con huesos de pollo y de carne, son sabor a cabeza de pescado. Es arroz con mucho aceite y achiote y apenas un pelín de chile dulce para darle color.
Tengo las manos heladas, Mimí y nada me calienta. Es un rato, apenas, yo sé. Luego vendrá ese infierno desde adentro y este calor que consume y las piernas, siempre las piernas. Me estorban Mimí. Me duelen mucho. Quisiera arrancármelas un rato.
He escuchado a todos los acentos posibles quejándose, de la crisis, de los precios, de que ya no alcanza. A una pareja de venezolanos llamando por celular a sus hijos para contarles que estaban frente a una selección tan grande de chocolates y eso los emocionaba y recibiendo encargos de una barrita por cada uno para llevarles.
Vos cantabas “sin caballo y en Montiel”. Hay Campos de Montiel, secos, planos y los he travesado varias veces. Mi apellido no suena diferente aquí. No lo he tenido que deletrear ni una sola vez. Nadie me pregunta de dónde es. Debe ser por Sarita Montiel, Mimí. Camino sin rumbo bajo el sol y canto lo que me cantabas cuando me enfermaba, la del último cuplé: “Un día en sus ojos la fiebre brillaba. Sus negros ojazos en mi alma clavó. Y vi que la vida fugaz se escapaba, de aquel que en sus besos la vida me dio. Loca a su lado corrí…”¿Quién fue ese Montiel que llegó a América Mimí? ¿Sería de Madrid? ¿Le gustaría España? ¿Soñó con volver alguna vez? ¿Cuándo se perdió ese recuerdo, Mimí? ¿Quién era él? ¿Por qué llevamos su apellido?
No me gusta Madrid, Mimí. Me aburre. No sé a dónde entrar, qué hacer con el tiempo. No le veo mayor cosa más allá de ese recuerdo viejo de vos, ella, Alejandro y yo viviendo en esta ciudad por un tiempo y lo que vos me contabas de llevarme en las tardes a un parque donde una señora mayor vendía caramelos que yo cogía por puños y ella no cobraba con tal de apretarme los cachetes y decir, todos los días ¡Qué mofletes hija mía, qué mofletes!
Franco estaba vivo entonces, Mimí. ¿Por qué trabajaban una abuela en un parque vendiendo dulces? ¿Por qué de negro siempre, cómo terminó de viuda? ¿Dónde estaban los hijos, los nietos de esa señora, Mimí? ¿En cuál cárcel, en cuál fosa común, en cuál exilio? ¿Elle le cantaría a sus hijos Mimí? ¿Les habrá cantado alguna vez, con desgarro, aquello de “Vive, vive- exclame- para mí”?
No puedo más con el cuerpo Mimí, necesito cama. Siento que me da vuelta todo y la lavandera retuerce cada vez con más fuerza, con más rabia. Mimí, me voy. Yo me voy. Me marcho a América que aquí no hago nada. Me marcho.
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