Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

La crisis

desde la isla de

Desde el 6 de abril y desde el millón trescientos mil votos, me anda rondando la sentencia demoledora de mi jefe, que lejos de un alegre futuro de cambio, cada vez que nos ve sonriendo por cualquier tontera nos reclama y recuerda que el cielo se está cayendo, que ahí viene el lobo: ¡Qué vida la de ustedes! No se dan cuenta de lo que viene…

Eso- lo que viene– no es más que una crisis terrible, peor que la de Carazo, sin fecha clara de inicio y peor aun, sin fecha clara de conclusión y sin posibilidad de capeo.

Es, como siempre, una amenaza eficaz, porque si bien a nivel racional me digo que lo de él es chollazón de derrota y apaleada, a los días me doy cuenta que todas las partes de mi cuerpo rumoran que algún rincón de mi cerebro está estrenando obsesión nueva, como si fuera un amante:

Vamos a comer y me pregunto si será la última vez que podamos darnos ese lujo. Si volveremos a la época en que comer afuera era sentarse en una barra de una soda de barrio para pedir unos tacos. Prefiero un gallo de torta de carne con tomate en rodaja

En el super, cada compra merece dos o tres consideraciones. ¿Desaparecerán estas cosas de los anaqueles? ¿Volverán las frutas de Navidad a ser algo exótico? Y me consuela un poco el recuerdo de infancia de crecer comiendo a media tarde, a media mañana y básicamente cada vez que me daba hambre, una fruta tropical de producción local. Podría tener sus ventajas: tal vez vuelva a ver manzanas rosas, manzanas de agua, caces y guayabas de centro rosado con todo y gusano.

Recorro el Automercado atormentada por la idea de volver al Más por Menos o, peor aun, al Palí. Ahora llevamos nuestra propias bolsas de tela, pero es por gusto y por salvar el planeta, no porque la plata no alcanza y menos porque nos vemos obligados a hacer las compras con toda a plebe.

Veo la comida que se pone mala, que se vence y que botamos a la basura y me parece verla a Ella en media crisis de los ochenta, aprovechando tips de compras al por mayor, sacos de arroz, de frijoles, de azúcar, paquetones de 180 rollos de papel higiénico en alguna esquina de la casa. Si nosotros ya teníamos, armaba sacos más pequeños para las casas de cada una de sus hermanas.

Cocino navegando en la abundancia del capricho. Voy a comprar los ingredientes que necesito. Mientras deshago mantequilla de verdad a fuego lento, me parece ver los paquetes de manteca y la grasa que se recicla casi durante una semana para ahorrarla. La margarina y su sabor a plástico sobre el pan de bollito cuando empezó a ser huloso. Los productos Dos Pinos reservados para los ricos. Y los menúes de las casas, planificados en forma eficiente y estricta de forma que alcanzara para toda la semana y cocinar con lo que había.

¿Podré seguir yendo a nadar?¿Alcanzará para mis clases de alemán?¿Nos veremos obligados a cortar el cable, internet, alguno de los cuatro teléfonos que se usan en esta casa (incluyendo celulares?¿Qué decirle a los amigos que pierdan sus trabajos? ¿A los que vean embargadas las casas y los carros que deben?¿Que se vean forzados a seguir juntos porque solos no alcanzan? ¿A los que la crisis les extinga la dulzura del carácter o los hunda en tristezas?¿Cómo se ayuda cuando uno tampoco tiene con qué, más que dando un abrazo? ¿Cómo se vive una crisis cuando uno es el adulto?

Quiero leer algo nuevo. Me machaca la memoria de esos tiempos, donde me desesperaba al punto de terminar leyendo calendarios o el nuevo testamento. Me consuela saber que tengo dos muebles de libros físicos pendientes. Me duelen los seis dólares que se me fueron a la basura por comprar un best seller que terminó siendo Corín Tellado en la Polonia invadida por los nazis. Me achicopala pensarme sin acceso a un libro y me da culpa estar buscando con que abotagar el Kindle. Hasta que me recuerdo de 15 años, todas las semanas, en el Centro Comercial Omni, pasando horas en la tienda de libros usados en inglés, apenas al alcance de mis casi inexistentes ingresos. Siempre habrá libros- pienso- aunque sean leídos antes por alguien que no sea yo ¿Qué importa si no son nuevos?

Hago lista de compras en Amazon para tener dos de cada cosa por lo que potis. No quiero volver a la época de los pantalones picapollos, los zapatos que me maltratan porque son un número más pequeño. Me debato entre ceder ante la compra o forzar el ahorro. Y me asalta una complicación inesperada: al menos antes, en aquella época, las cosas duraban. Mi ropa se la fui pasando a mis hermanos. Ahora, las otrora marcas buenas, incluyendo tennis, medias, camisas, enaguas, cede a la fuerza del jabón, el jaloneo de la lavadora y el agua después de un par de lavadas.

Despulgo a Fuser pensando en su alimento, gourmet e importado. En los ochenta muy poca gente tenía mascotas, salvo alguna lora que comía masa cruda. Los perritos eran cosa de gente de plata y la enorme mayoría comían sobras. Mi padrastro lo solucionó comprando en las sodas de la Coca Cola lo que les sobrara diario. Atrapo una y mientras la aplasto le prometo a Fuser que haré todo lo posible para que la crisis no lo afecte.

Si tendré, si tendremos trabajo. Cómo andan los ahorros. En qué podemos ir recortando. Si será bueno ponerse austero. Si alcanzará para terminar de pagar la casa. Arrepintiéndome por cada gasto que ha sido innecesario (muchos), pero que necesitaba para cubrir los huecos que dejó la primera crisis. Cómo prevenir. Cambiar ya la refri, la cocina, un tele de repuesto.

El miedo que me da la pobreza, esa angustia constante de no saber si mañana se podrá o del todo no, que no tiene que ver con el gobierno o la crisis, sino con la vida. Ir o no de viaje porque no sé cuándo será que podré volver a otro país si no es por trabajo. Pensar en un viaje forzado, en emigrar por necesidad, en si Chile sería o no el destino. Quisiera llorar por el destierro, por ese avión que me llevará al exilio, hasta que me doy cuenta que es el peligro de un riesgo de una eventualidad que podría ser pasajera.

Al menos la otra crisis nos agarró con electrodomésticos y ropa de calidad; con atún a precio popular y no a precio de caviar tropical, con costumbre de andar en buses públicos y de comprar por necesidad y no por entretenimiento. Al menos nos agarró de hijos de hombres y mujeres que habían pasado cosas duras y no con esta suavidad acumulada de 20 años de todo lo cómodo de la prosperidad.

Y como si eso fuera poco, yo quiero tener un hijo. Este año. El de la crisis que no me doy cuenta que viene, porque si no el cuerpo no me da más tiempo. Todo lo demás lo puedo escoger o postergar o renunciar a ello, menos esto.

Santiago, crisis o no, es tiempo de que sea tiempo.


Gotitas de lluvia

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