Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Me, the worrier

desde la isla de

Lo mío, decía mi mamá, eran nervios. Mimí nunca me reveló que ella pensara que yo tenía algo, aparte de anemia y de vez en cuando me obligaba a hacerme exámenes de sangre para saber si tenía razón y nunca la tenía. Puede ser que para Mimí no existía algo como los nervios o el miedo, habiendo sido madre sola de cuatro hijos y pasado mil necesidades.

En honor a la verdad, yo me asustaba con todo. Lo mío, más que miedo, eran preocupaciones que crecían en espiral y me demandaban todo el marco de la conciencia. Temas sobre los que me informaba tanto, aun en tiempos sin internet, que tenía todos los elementos para provocarme lo que hoy llamarían ataques de pánico, que además no compartía con nadie, porque me daba vergüenza y porque estaba segura que nadie sabría más que yo del tema con el que hubiera desarrollado la obsesión de turno.

Veamos los ejemplos más floridos (porque ejemplos de cosas menos exóticas, sobran):

Viendo algún programa tipo pseudo documental, me enteré de la existencia del Triángulo de las Bermudas. De inmediato, recurrí a mi fuente más confiable, el oráculo de la verdad: mi abuela. La misma que muy seria me contó que un amigo de mi papá había viajado en un avión que se perdió en el famoso Triángulo y que años después, Alejandro había recibido una misteriosa carta del amigo perdido, diciéndole que estaba en una isla, que estaban todos bien y le incluía su reloj de pulsera para que se lo entregara al papá, como prueba de vida. La quijada me llegaba al piso y tal vez por eso no pude ver la cantidad enorme de huecos en la historia. A partir de eso, me dediqué a leer todos los artículos que encontré sobre el tema, revisar una y otra vez los mapas que me caían en las manos. Cuando le dije a Mimí que revisando la carta sabríamos de dónde salió, arruinó mi solución diciendo que venía sin estampillas. Cuando pocos meses después tuve la oportunidad de ir por primera vez a Miami, temblaba del miedo no por la idea de volar, sino del riesgo de desaparecer, como todos los demás, en el Triángulo de las Bermudas. Al menos si eso pasaba, me quedaría ahí perdida con Mimí. tal vez tendríamos suerte de caer en la isla de la Mujer Maravilla, pero entonces lloraba de pensar que no volvería nunca a los demás y me consolaba pensando que tal vez, igual que Diana Prince, me mandarían al exterior y podría volver a verlos.

Las películas tipo Pájaros, de Hitchcock y todas sus copias con ratas, pirañas, culebras y demás se encausaron en una sola: las abejas asesinas. En ese tiempo, no habían llegado al país, pero cada cierto tiempo, los periódicos publicaban mapas indicando el avance. Esa noche yo no dormía. Leí sobre las conspiraciones de cómo surgieron, de los escapes del laboratorio, de su mezcla con las abejitas normales que hacían miel y que hoy están desapareciendo, repelentes, formas de distinguirlas, protecciones posibles, remedios naturales como el humo. Pero las abejas asesinas eran invencibles, inmunes a todo, las condenadas.  Cuando llegaron a Colombia, creo que tuve una crisis fuerte imaginándome un cielo de repente ennegrecido por la llegada de esa plaga de proporciones bíblicas y de alguna forma, se me borró del disco duro hasta que ya vieja, un día, viendo las noticias, me di cuenta que había visto muchas notas de ataque de abejas asesinas y que no era para tanto, pero sentí el pinchazo del viejo miedo, clavándome el alfiler helado en el corazón. Es posible que por eso nunca quise meterme en un río, por terror a las pirañas y hasta evitaba verlas en fotos. O que eso explique mi fobia actual, que desarrollé ya vieja, hacia los pájaros en cualquiera de sus presentaciones.

Mimí usaba chapa de dientes, que ponía en un vaso con agua en las noches. A veces, en complicidad con mis primas mayores, me proponía jugar al dentista. Yo era la paciente y como por variar, me daba miedo, parte del juego era cerrar los ojos. Yo sentía como me exploraban la boca con los cubiertos de la cocina. Finalmente, cuando me autorizaban a abrirlos, lo primero que veía era el vaso con la chapa de dientes. Me ponía a llorar a gritos, segura que ellas, sin darme yo cuenta, me habían dejado desdentadísima de mis dientes definitivos. Mi abuela se reía con las encías peladas detrás mío para que yo no la viera, pero sí escuchaba sus carcajadas.  Igual que ocurre con la ansiedad, nunca conecté que era tan fácil como llevarme la mano a la boca o verme en un espejo. El miedo hace eso: desaparecer la lógica, las cosas más evidentes, las soluciones más fáciles. Solo se alimenta y acepta fatalismos.

Los volcanes, por razones que desconozco o tal vez por escuchar las historias familiares de la erupción del Irazú, me aterraban. Mientras ellos contaban como caía la ceniza como lluvia, salir con sombrilla, barrer techos, usar pañuelos, alergias y demás, a mí de la tensión se me destrozaban los bizcochos de doña Nuria, se me hacían polvo entre los dedos mientras trataba de mantener la apariencia de una falsa calma. Para ese tiempo, vivíamos en San Pedro, cerca de una colinita a la que yo nunca me acercaba, convencida que era un volcán dormido y que cualquier noche de estas- porque obviamente sería de noche- haría erupción peor que el Santa Elena o Krakatoa y trataríamos de huir de ríos de lava roja hirviendo. Mi obsesión era saber cómo saber si era o no un volcán y en calcular si yo podría correr más rápido que el avance de la lava, si tendría que cargar a mi hermano, recién nacido; qué pasaba cuando uno se quedaba sin casa, a dónde nos iríamos, cómo regresar a la escuela. Además, no me perdía ninguna repetición de los programas de Es increíble, Aunque usted no lo crea  o El Planeta Azul donde hablaran del tema. Lo mío era sadomasoquismo puro, a los 8 añitos.

Leyendo la Biblia para Niños, un esfuerzo de Mimí por forzarme la fe por la garganta, me enteré del Apocalipsis, el fin del mundo y el juicio final. Del libro del Atalaya pasé a un Nuevo Testamento con menos dibujitos y luego a la Biblia. Con cada avance entendía menos las palabras que leía pero me quedaba más claro que el nivel de catástrofe que se venía era de Diospadreyseñornuestro. Como siempre, busqué la cláusula de salida y le pregunté a Mimí si cuando Dios le había prometido a Noé que no destruiría nunca más el mundo hablaba en serio. Mimí me lo confirmó y me dijo que cada vez que salía el arcoíris era un recordatorio de la promesa de Dios a Noé. Yo seguí la línea de interrogatorio. “Entonces Dios es un mentiroso, porque si fuera cierto que no va a destruir el mundo, no habría apocalipsis”. Mi abuela me echó de la casa, como siguió haciendo cada vez que yo le cuestionaba la religión o las acciones de Dios, no sin antes tratarme de apóstata y hereje y regañar a mi mamá por criarme como una salvaje. Obvio, eso no solventó el problema y yo me entretenía y aterraba pensando en la logística de algo tan grande como el fin del mundo, la vergüenza de ver mis pecados y debilidades expuestas públicamente en el momento del juicio final, cómo encontrar a mi abuela en ese gentío, en qué idioma sería la cosa, si uno llegaba vestido y la ansiedad de adivinar para qué lado me mandarían.

En esas pasaba noches en vela, pesadillas, cálculos, apuntes, lecturas y pensamientos. Me concentraba tanto en el tema que tuviera entre manos, que me volaba por completo, con la habilidad de dejar de escuchar a los demás, enfocada 100% en mi asunto. Recortaba noticias, tomaba apuntes en mis cuadernos y me quedaba callada. Muchas veces me desperté llorando, llamando a mi mamá, que no venía. Nunca me pasó eso cuando dormía con mi abuela.  Los dilemas no los logré resolver correctamente. Contra Dios, mi ateísmo. Contra casi todo lo demás, forzar olvidos. Nunca recurrí a la ciencia, porque las pocas veces que lo intenté, confirmaba todos mis terrores.

Pensando en retrospectiva, creo que puedo saber exactamente cuándo empezó todo eso. Debe haber sido esa tarde que se me hizo de noche esperando sentadita a la par de la puerta que Alejandro volviera y no vino. Cuando le pregunté a Ella dónde estaba mi papá y ella me dijo que no iba a venir. Pero no me dijo que eso no sería para siempre. Y se puso a llorar. Ese día entendí que me tocaba a mí protegerla a Ella, que yo impediría que tuviera que llorar de nuevo con tanta tristeza. Yo me sentía león,  sin darme cuenta que era un gatito flaco que apenas maullaba. No había cumplido aun 4 añitos.

Eso, cuidarla, ver por Ella, defenderla, nunca me dio miedo.


Gotitas de lluvia

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