Hay días en que quisiera dedicarme a otra cosa. Días como hoy, en que tengo que darle la cara a un grupo de gente y decirle que se quedará sin trabajo. Ver cómo se les llenan de lágrimas los ojos y como se apoderada de ellos la incertidumbre y el miedo. Y de nada sirve decirles que todo se les va a pagar. No tienen porqué creerle nada a nadie. Cada cierto tiempo ellos ven en la televisión noticias de empresas que se fueron de noche y no dejaron nada ni respetaron nada ni cumplieron nada. ¿Por qué esta vez iba a ser diferente?
Me preguntan qué pasará con sus préstamos, con sus obligaciones, con la posibilidad de ir a la CCSS sobre todo los que tienen algo crónico. Muchas son mujeres, de más de 45 años. Estas lloran con más amargura porque tienen las mismas responsabilidades- o más- que las mujeres jóvenes, pero que para ellas, conseguir un nuevo trabajo será casi imposible y la pregunta en la cabeza de todos es la misma “y ahora ¿qué vamos a hacer?”
Hay gente que dice que uno no se tiene que olvidar que un trabajo es eso: un trabajo. Que uno no va a trabajar para hacer amigos, que uno va a cumplir con lo que tiene que hacer y por lo que le pagan un salario. Un reduccionismo ridículo. Quince años, en el mismo lugar, con las mismas personas 8 horas al día. Gente que te ha visto en todos los humores posibles. Que compartió con vos nacimientos, muertes, amores, enfermedades.
Algunos agradecían la sinceridad de la noticia. Explicaron que lo presumían y al no saber nada fijo, venir a trabajar todos los días era un infierno. Recordé lo que algunas veces he leído en testimonios del holocausto, cómo, cuando al fin llegaba la orden de deportación, algunos sentían un alivio porque terminaba la incertidumbre.
Los veía despedirse de sus compañeros entre abrazos y lágrimas, mientras metían sus cositas en bolsas de basura y solo pensaba en aquella noche que Ella entró a mi cuarto en su bata de dormir. Era color caramelo con un encaje barato en el pecho. Era tarde. Se sentó en mi cama y me dijo “Sole, me despidieron” y se puso a llorar con una amargura, un dolor tan desnudo, que yo nunca le habían visto.
La escuela donde había dado clases por más de 30 años, donde la apoyaron cuando yo nací, cuando Alejandro murió, cuando tenía que pasar noches en el Hospital de Niños con mi hermano asmático, le decían, así como así, que ya no la necesitaban más. No lloraba por dinero ni por futuros inciertos. Lloraba porque no se imaginaba su vida sin subir esas gradas todos los días. Yo no supe qué decirle ni qué ofrecerle para no le doliera tanto. Me senté al frente de Ella y la vi llorar, incapaz de ofrecerle consuelo.
Hoy mí día fue Up in the Air, y yo, George Clooney
Deja un comentario