Será que aprendí a quedarme callada. No me recuerdo hablando, por lo menos no hablando con alguien en voz alta. Sé que hablaba conmigo y mucho. O con otras personas, pero en mi imaginación. Que leía. Pero no recuerdo cómo sonaba mi voz, ni mi risa. Ni siquiera si me reía a carcajadas o apenas tímida.
No recuerdo buscarla a Ella para hablar, salvo por un periodo extraño, casi siempre en mis vacaciones, que la llamaba por teléfono a su trabajo casi siempre en el periodo de descanso. Ella no sabía nunca qué decirme. Yo tampoco, la verdad. No sé qué me estaba imaginando.
No le contaba entonces y rara vez ahora, nada a nadie. Nada importante, al menos. Puedo hablar, opinar, juzgar cosas ajenas, cosas que leí, que pienso, que analizo, que viví, que superé. Cosas de terceros. Pero nunca hablo de las cosas realmente importantes, de las que siento que me definen, de lo que creo que es lo que llevo adentro.
La esposa de mi tío Adolfo siempre me dijo “Los niños no tiene opinión”. Me enseñaron a que uno no interrumpe nunca una conversación de dos o más adultos. A hacer caso sin cuestionar nada. A que otros deciden por mí. A no hacer más problemas de los que ya, aparentemente, generaba el solo hecho de mi existencia. Tampoco faltaron los manazos por la boca cuando sí contestaba. La boca enjabonada o enchilada. Los fajazos. Los castigos. Un piso de cuadros maquiavélicos donde uno no sabe cuándo o cuál cuadro, está electrizado.
Entonces, cuando necesitaba hablar o pedir algo sabía, de previo, que no habría tiempo para mí, que no me creerían, que siempre habría algo más importante y que al fin y al cabo, lo cierto es que no me faltaba nada y tenía poco sentido eso que me pasaba de que me sentía constantemente triste.
Entonces empecé a escribirle cartas a Ella. Cartas larguísimas en hojas arrancadas de un cuaderno, donde me quejaba del licor de mi padrastro, de lo difícil que era vivir con Ella, de mis ganas de irme a vivir donde Mimí, de su incapacidad para la maternidad, de la incapacidad de las dos para entendernos. Yo no sabía entonces porqué, pero lloraba al escribirlas y en mis primeros pasos en el arte de la manipulación y el drama, encerraba en un circulito el manchón de tinta y la identificaba con una flecha y la leyenda “Una lágrima”. Nunca, nunca, Ella me contestó ninguna. Nunca.
Con Mimí no necesitaba hablar nada. Mi abuela sabía mejor que yo que era lo que pasaba alrededor, adentro y afuera mío. Me veía y sabía. Me decía cosas haciendo. Haciendo comida, haciendo bromas, haciendo abrazos, haciendo paseos, haciendo mandados, haciendo. Todo el día haciendo. Sin que fuera necesario decirse nada porque de por sí, ya todo estaba dicho con Mimí y conmigo. Y a la vez, hoy estoy dolorosamente segura que Mimí supo que él me tocaba y sin embargo, en eso, también hubo silencio. Silencio. SILENCIO.
Se me atrofió la capacidad de verbalizar y se me sobrecompensó la escrita, que es, al fin y al cabo, otra forma de silencio. Que permite devolverse y corregir. Que es más pausada. Que puede ser ficción o no serlo. Que ofrece la fortaleza de defensa del papel.
Ya todo eso es de otra época y de otra persona, de una chiquita que ya no lo es, pero igual da. Se me quedó todo ese silencio. Será que me imagino que quien me aprecia me adivina o por lo menos me intuye. Mi queja constante de no tener una bolita de cristal ni el don de la telepatía, se vuelve en mi contra. Nunca hablo lo importante. Incluso cuando alguien lo intuye y me pregunta qué me pasa, no puedo, no puedo, no puedo decirlo. Y por eso me sorprende cuando alguien opina de algo mío, algo de muy adentro y sin saberlo, tiene razón y da en el clavo. No entiendo cómo supo eso de mí, que me esfuerzo tanto en mantener todo al margen de todo y de todos.
Y porque me da un miedo tremendo contar/contarme/contarte y abrirme así tantísimo, para luego perderte. O para luego ver eso, que es tan mío, expuesto, degradado, burlado. Porque me siento traicionada, igual que hace tanto tiempo, cuando empecé a darme cuenta que lo mejor era el silencio.
El otro día lo leí y es cierto: para mí confiar es un deporte extremo.
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