A Haydeé de Lev la vi solo una vez actuar. Fue en Monólogos de la Vagina, interpretando a una mujer musulmana, una de esas cuarenta y cuatro mil que fueron violadas por los serbios en los campos de violaciones. Este fue su texto.
Pero la forma en que lo vivió, lo interpretó, fue magistral. Era una chiquilla de 13 años, con ojitos soñadores y de repente era una mujer envejecida por el dolor, la humillación y el odio. Era dos personas y pasaba de una a otra en un parpadeo. La cara le cambiaba por completo y sobre todo, lograba crear una sombra en la mirada que solo es posible para quien sabe qué se siente estar en la sombra o para una actriz extraordinaria, que lo era.
Me hizo llorar en el teatro como si me lo estuviera contando solo a mí. Como si estuviera sosteniéndole la mano a una de esas mujeres.
Y sé que cualquier víctima lo entiende. Cada una vivió su propia guerra, enfrentó a su propio soldado, perdió su propia aldea, odió su propio cuerpo.
He visto otras actrices, otras ciudades, otras interpretaciones del mismo texto. Pero solo Haydeé me sorprendió hablándome en el idioma y con los modismos con los que me habla el corazón, la mente, los recuerdos. Ninguna la supera.
Haydeé logró sentar a esa mujer musulmana, que es muchas, en San José y a pesar de la resistencia a la palabra vagina y a una obra que traía guindando el prejuicio de feminista, la vimos muchas. Y nos vimos tantas, pero tantas, en ese espejo. Y ayudó a sanar un poquito.
Y cada vez que la escuchaba, magnífica, leer un cuento en la radio y transportarme, atrás escuchaba otra vez su voz y veía su carita inocente, sonriente, la cabeza cubierta con un pañuelo que sostenía con una mano en la barbilla, sentada en aquel banco de un escenario donde 4 mujeres hablaban de vaginas.
Nunca la conocí en persona. Si la hubiera conocido, le habría dicho esto, que la vi y que más allá de cualquier otra cosa: Gracias.
Mi vagina era mi aldea
Mi vagina era verde, praderas de un suave rosado acuoso, una vaca mugiendo, sol, siesta, novio cariñoso rozándome con una sueave brizna de paja dorada.
Hay algo entre mis piernas. No sé qué es. No sé dónde está. No lo toco. Ahora no. Ya no. No desde entonces. Mi vagina era parlanchina, no podía esperar, no podía esperar tanto, tanto hablar, palabras que hablaban, no podían dejar de intentarlo, no podía dejar de decir “Oh, sí. Oh. Sí”. No desde que sueño que tengo un animal muerto cosido ahí dentro con hilo de pescar negro y grueso. Y no puedo desprenderme del apestoso olor a animal muerto. Y tiene un tajo en el cuello y sangra tanto que me empapa todos mis vestidos de verano. Mi vagina cantando todas las canciones de chicas, todas las canciones en las que suenan cencerros de cabras, todas las canciones de praderas de otoños silvestres, canciones de vaginas, canciones natales de vaginas. No desde que los soldados me metieron un rifle largo y grueso ahí dentro. Qué frío está, con el cañón de acero que me anula el corazón. No sé si van a dispararlo o a clavármelo más adentro hasta atravesar mi cerebro que da vueltas como un trompo. Seis de ellos, médicos monstruosos con máscaras negras que también me penetraban con botellas. Y con varas y el palo de una escoba. Mi vagina nadando en el agua del río, agua cristalina fluyendo sobre piedras secadas al sol, sobre piedras clítoris, sobre clítoris piedras, fluyendo hasta el infinito. No desde que oí cómo se me desgarraba la carne y hacía ruidos chirriantes de limón, no desde que un trozo de mi vagina se me cayó en la mano, una parte del labio. Ahora me he quedado sin un lado del labio. |
Mi vagina. Una aldea de agua, mojada y viva. Mi vagina, mi aldea natal.
No desde que se turnaron durante siete días, apestando a heces y a carne ahumada, dejando su asqueroso semen dentro de mí. Me convertí en un río de veneno y pus, y todas las cosechas se murieron y también los peces.
Mi vagina, una aldea de agua, mojada y viva.
La invadieron. La masacraron y la quemaron.
Ahora no la toco.
No la visito.
Ahora vivo en otra parte.
No sé dónde.
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