Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

A viva voz

desde la isla de

Dice la ley que al casarse, uno tiene que aceptar de viva voz. No basta con mover la cabecita. No basta con sonreír con ojitos de ternero enamorado. No basta con enseñar la pancita de la torta. No basta con una mirada romanticona al futuro esposado. Si uno no dice en voz alta “Sí, acepto”, el matrimonio podría anularse.

Es de las pocas cosas que quedan de los matrimonios que vemos en las películas. Ya a nadie se le pregunta si tiene algo que decir o que calle para siempre. Ya hubo bastantes escenas de triángulos amorosos descubiertos al grito de “¡No te casés! ¡Te lo ruego por mí, por los chiquitos y por nuestro amor!” , de tragedias que se arrojaban a los pies, usualmente de él, para pedirle que no cometiera ese error y de uno que otro macho que aseguraba bien duro que el novio se llevaba una mujer usada que nunca lo iba a querer como quiso al otro. Entonces, para evitar papelones, ahora se hace una publicación discretísima en un periódico donde nadie lo vea o en la casa cural, y si uno tiene algo que decir, lo manda por escrito, escrito que el cura le echa a uno en cara y que luego va a dar al basurero y jale cochero.

La razón para decir “Sí, acepto”, en voz alta fuerte y duro, como los machos, y el hecho que ese requisito tan curioso esté en la ley, tiene un origen histórico.

Decía mi profesor de historia del derecho, que una familia de esas acomodadas, de Barrio Amón, apellido pretencioso y plata en su propio banco, tenía una hija que ya estaba en edad casadera. Y, como era lógico, le empezaron a buscar un marido apto para los negocios familiares, que incrementara el patrimonio, los hiciera más prósperos a todos y dejara cosas amarradas para futuras generaciones.  Que se quisieran o siquiera que se conocieran, era, obviamente, un asunto secundario.

Que la oligarquía costarricense podía haber andado de pata en el suelo, carecer de esclavos y habitar lo que fue la provincia más pobre de la capitanía, pero sabía copiar aquellas costumbres de la realeza a las que se les podía sacar el juguito.

La cosa es que una vez seleccionado el candidato, que yo me imagino, gamonal,  gordo, borracho, feo, con hijos botados por ahí, fumador, infectadísimo de todos los gonococos de los puteros josefinos, golpeador de mujeres, maltratador de peones, apestoso a rancio, rejego al baño, de bigotón grasoso, poco pelo en la cabeza, moquiento y escupidor, se lo presentaron a su princesita.

Lo que la familia jamás se imaginó fue los efectos secundarios de enseñarle a leer a una mujer y permitirle que se educara más allá de la aguja, la casa y la cocina. La princesa estaba enamorada y se veía reflejada en los poemas de amor que leía en los libros que le prestaban las compañeras más jugadas del Colegio de Señoritas.  La princesa, además, se creía el cuentazo del voto, de la democracia, que el presidente representaba al pueblo y no a los socios del Club Unión y en el colegio, azuzada por profesoras leías y por ende, locas, admiraba a sufragistas y reclamaba derechos de las mujeres, niños y pobres.

Y creyendo que la luna es de queso, sin ver las barras de su jaula de oro, la güila se rajó a decirle al tata que estaba enamorada de otro, el chofer, para ser exactos y que estaban pensando en casarse. Ella, sí, digamos que con Gerardo. Y que para más detalle, ya se habían dado una prueba de amor, porque ella estaba segura de lo que sentía, así que en la noche de bodas no habría mancha roja en la sábana que la probara señorita.

Hasta ahí llegó la condición de chineada. Al tata se le subió el apellido yo vio en peligro sus intereses y a gritos le recordó su condición de mantenida y de quién era el dueño de esa casa, quién pagaba la comida que ella se comía a diario, la cama donde dormía, la ropa que se ponía y hasta el salario del tal Gerardo. Las mujeres son arrimadas a la casa donde viven, le recordaba. Vos sin mí no sos nada.

La sacaron del colegio y la encerraron en un cuarto. La casa entró en crisis, con rezos de las abuelas, ruegos de la madre, llantos de la niña, gritos y silencio del tata, que,  preocupado de que se le fuera a escapar o a morir porque se negaba a comer,  y más encima sospechaba de una posible panza,  adelantó la boda a la fecha más cercana y movió influencias para que la Catedral le abriera un campito.

Y allá fue a dar la chiquilla vestida de blanco , desfilando hecha una bomba de mocos, llorando aterrada de ver lo que le esperaba y con el tata a la espalda para evitar que saliera corriendo. Dicen que Gerardo lo obligaron a ir a la boda y veía compungido el macabro espectáculo. Conforme avanzaba la boda, los sollozos de la chiquilla reverberaban en el eco de la catedral, por encima de la música del órgano.

Cuando el cura le preguntó que si aceptaba a aquel engendro por esposo, la muchacha dio un grito y se desmayó. La madre le volvió a rogar a su esposo, que siguió inamovible. Los invitados cuchicheaban felices la oportunidad de un chisme tan sabroso a repetir en visitas a las casas de los que no habían podido llegar. Gerardo lloraba desconsolado en la banca de atrás.

El cura tuvo un ataque de brevísima oportunidad. “Diay, pero se desmayó esta criatura  ¿Qué hacemos?”

Ante eso, el padre de la novia sacó un revólver, se lo apuntó a monseñor a la cara y resolvió las cosas a la brava

“Mire padre, nosotros pagamos por un matrimonio y matrimonio es lo que va a haber. Ve a ver usté cómo lo arregla”

Y el cura, inspirado por el miedo, que todos sabemos es una inspiración maravillosa, tuvo una ocurrencia salomónica:

“Mamita, le pregunté que si  usted acepta a fulano…”

Silencio. De sepulcro. Silencio

Bueno– dijo el cura- como el que calla otorga, los declaro marido y mujer”

Los invitados todos aplaudieron.

Dicen que esa chiquilla vivió muy triste lo que le quedó de vida. Unos dicen que no fue mucho, porque se suicidó para no soportar aquel infierno. Otros dicen que Fulano amaneció muerto después de una noche sin luna y que no se supo más ni de la chiquilla ni de Gerardo, que simplemente no volvió a presentarse al trabajo.

Lo que es cierto, era que entre los selectos invitados había un joven abogado, que se horrorizó de ver aquello e hizo todo lo posible y logró modificar el código, para que por lo menos en el matrimonio, se aceptara a viva voz aquella carga y la víctima tuviera una última oportunidad de negarse a llevar aquella vida hasta que la muerte los separe.

No sé si me dan los tiempos. Probablemente no. Pero quisiera pensar que fue un abogado Cartago, que luego desafiaría a la hipócrita sociedad josefina ya siendo presidente, al adorar a una prostituta que las señoras de bien, le decían, con malintencionada crueldad, la cucaracha.


Gotitas de lluvia

2 respuestas a “A viva voz”

  1. Supongo que la necesidad de decirlo a viva voz hoy en día todavía se arregla con suficientes amenazas previo a que la desafortunada novia ponga un pie en el templo.

    Estoy confundido… ¿no es cierto que Doña Cucaracha fue Primera Dama por allá por los treintas, pero que esa relación venía de mucho mucho antes?

  2. Bueno, pero la esperanza es lo último que se adquiere. Uno tiene el derecho de no decir lo que no quiere.

    Doña Cucaracha nunca fue primera dama formal. Ese último párrafo es fantasía. Ya hubiera querido yo que Ricardo Jiménez estuviera en esa boda, tal vez chiquillos y haya promovido ese cambio. Solo porque es un expresidente que me cae bien.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *