Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

El baile

Fuimos juntas a las boutiques del centro de San José. Nos probábamos cosas y nos mentíamos de cómo se nos veían. Hacíamos tratos secretos entre nosotras para hacernos una señita en caso que la ropa se nos viera horrible y todas dijéramos otra cosa. Le decíamos “No me haga lo de Tatiana”, por una vez terrible en que ninguna se animó a decirle a la Tatiana de la frase, que aquel vestido de baño se le veía como un saco de papas y ella, ilusionada, se lo compró y lo lució en el paseo a la playa. Nos sentimos culpables mucho tiempo.

Ninguna de las cuatro era de plata, aunque íbamos a colegio privado por esfuerzo de papás de clase media y en mi caso, por Ella, que dedicaba su salario completo a pagar la mensualidad. Nos probábamos las cosas para luego ir a la casa, rogar que nos dieran la plata o nos llevaran al día siguiente a San José para que nos compraran la mudada elegida.

Una de ellas, la más cercana a mí, me pidió que me midiera un conjuntito amarillo, de enagua y camiseta de punto, con un cinturón negro grueso, muy lejos de las cosas anchas y grandotas que yo siempre usaba. Le dije que sí por cariño y por confianza. Cuando salí del probador, todas me veían sorprendidas. Era otra, yo. Y me lo confirmó el espejo. No era mi desgarbo usual: era una mujer alta, morena, bonita, de piernas largas en una minifalda que le quedaba bien.

No sé ni cómo logré que ella me comprara ese conjuntito. Tal vez no era tan caro. Tal vez ella me vio tan emocionada por primera vez con algo tan femenino que hizo el gasto adicional, sonriendo y pensando que finalmente yo me acercaba más a la idea de adolescente que ella hubiera querido para mí.

Así fue como fui de amarillo al baile de ese sábado al gimnasio del colegio. Teníamos bailes como cada tres meses, con discomóviles que solo tocaban música en inglés. No sabíamos bailar salsa, ni merengue y la música en español, salvo contadas canciones del rock argentino, eran desconocidas. Mucho menos los clásicos de Vía Libre o de Abracadabra.

Yo fui porque me sentía feliz con mi trajecito amarillo, pero no tenía ninguna esperanza de bailar. En las vacaciones entre segundo y tercer año, había pasado de ser más o menos alta a altísima. En tres meses crecí más de 15 centímetros. Los dolores en las piernas eran fuertísimos, sobre todo en las noches. El cuerpo se me estiró a pedazos y primero las manos me llegaban por debajo de las rodillas. Luego ese dolor de piernas. Y después, meses de acostumbrarse a la nueva dimensión espacial y chocar con casi todo, una torpeza enorme para manejar el nuevo andamio que era yo.

Mis compañeros, en su mayoría, me llegaban si acaso al pecho. Si yo estaba sentada y me sacaban a bailar, al levantarme me decían que mejor no, impresionados por la altura. Fue  un golpe durísimo a la autoestima que se quedó conmigo por años y años y zapatos bajos y sensación de giganta de mascarada.

Pero igual disfrutaba la música y las risas y ver las parejillas y me sentía feliz y tal vez bonita en mi trajecito amarillo.

Esa noche, llegó gente “de fuera” al baile. Muchachos de otros colegios, usualmente privados. Pero desde que llegamos, corría el rumor que tal vez Scooby iba a llegar al gimnasio.

Scooby podría tener unos 17 años, pero se veía como un hombre adulto. Alto, fuerte, muy masculino, de brazos y pecho peludo, cejas pobladas, ojos claros, no tenía esa moda tan afeminada de los finales de los 80. Scooby se vestía como los hombres de campo, con jeans tallados y hebillas grandes con camisas de cuadros y, a veces, botas. Es un polo- decían- pero tiene como algo porque es guapísimo.

Scooby era el gitano deseado, el hombre guapo, el distinto, el atractivo, el diferente, el ejemplo de la virilidad adolescente en un mundo donde Prince, Boy George, Simon le Bon (de Duran Duran) George Michael, Ralph Macchio, un Johnny Depp adolescente, eran las referencias. Nuestros crushes, nuestros amores platónicos, los hombres en los posters pegados con scotch en las paredes de los cuartos de todas nosotras, tenían una adorable, inocente e inofensiva cara de bebé.

Scooby no. Scooby era un caballero, pero era peligroso porque era distinto, pero era real. Scooby era peludo y no le importaba. No hablaba inglés y le entraba flojo. Ser de Heredia, de Santo Domingo de Heredia o ir a un colegio público, le pelaba el eje.  Tenía los ojos gatos y el pelo oscuro y una forma sexy de levantar una de las cejas gruesas cuando hablaba.

Se sentía orgulloso de su apodo y lo usaba de nombre. Cuenta la leyenda que se lo había ganado a punta de los muchos corazones rotos que dejaba en cada uno de los bailes de los colegios de Moravia y en su pueblo. Eso lo convertía en un gran perro para los estándares morales de la época, tan distante de la caricatura cobarde y tontoneca que se le guindaba a Shaggy apenas veía un fantasma.

Supimos que era él, sin conocerlo, cuando las luces de la discomóvil lo iluminaron en el centeo del gimnasio, haciendo una revisión en 360 de la concurrencia. Era todo lo que decían que era. Imposible y perfecto. Exudaba testosterona. El prototipo de los hombres viriles que mucho más adelante en la vida resultaría tan magnético.

Las más lindas y populares se acercaron a saludarlo. Fue amable con ellas, pero no les dio mucha pelota. No quiso bailar con nadie cuando sonaba el rock que bailábamos suelto.

Cuando empezó el set de música suave, se sentía la electricidad de la anticipación, de quién vendrá por mí, de si le diré que sí o que no, que si trataría de abrazarme de cerca o si más bien sería la timidez distante. Preocupaciones de las demás, porque si yo no había bailado, ni siquiera en círculos de gente durante la música más movida, la romántica estaba fuera de toda posibilidad excepto para soñar despierta con actores imposibles y escribir mis primeros poemas cursis en la cabeza para después pasarlos en un cuadernito que todavía tengo en una gaveta.

Entonces pasó. “¿Querés bailar conmigo?” Y era Scooby y era a mí a la que le estaba preguntando. “¡Vaya!¡Vaya!” y empujoncitos de valor detrás mío. No eran una de esas bromas pesadas y crueles que me hacían con frecuencia las de las argolla.

Bailó conmigo toda la noche. Me habló de mil cosas. Me hizo creer de nuevo en los cuentos de hadas. Yo fui Cencienta y él, el príncipe encantado.

No sé si le di mi teléfono aunque sí recuerdo que me lo pidió. No había otra forma que las líneas de cobre para mantenerse en contacto. No teníamos celulares, correos electrónicos o redes sociales. Recuerdo que me abrazó fuerte y sentí, por primera vez, la sensación de bailar pegado y recordé las tardes en que Alejandro ponía sus discos y me alzaba y cachete con cachete, bailaba conmigo por toda la sala, profundamente enamorado del ritmo y de mí, viéndonos los dos a los ojos, los de él y los míos, iguales y oscuros.

No lo vi nunca más. Y a veces, cuando escucho boleros marcados que me despiertan las ganas de bailar, lo recuerdo con cariño y sé que él no sabe el regalo que me dio esa noche. Hoy debe ser un hombre en sus cuarentas. Probablemente casado y con hijos. Con una vida normal. Leyendo periódicos en línea, con la ceja levantada y sin saber lo que hizo, el efecto que perduró por años, desde aquella noche en un gimnasio en Moravia.

Gracias por votar. Si conocés a alguien que pueda votar, decile que lo haga aquí

9 gotas de lluvia en “El baile”

  1. Amareto dice:

    Tenía que ser de Heredia. Los heredianos son difíciles de olvidar… Y aprendiste a bailar salsa y merengue? 🙂

  2. solentiname dice:

    Imaginate, todavía me parece estarlo viendo. Aprendí, pero ya en la U, gracias a un amigo muy querido, muy alto y con una paciencia de santo. 🙂

  3. furia dice:

    Qué importante el baile en la vida… a mí me traumó para siempre un chiquillo que, en la escuela, no quiso bailar conmigo: después de eso, me resultó imposible aprender.

  4. Juan Hernández dice:

    Hola. Me gustaría localizar a Alejandra Montiel. Tengo un libro para entregarle por petición de un amigo.
    Porfa comunicarse al mail: germinalcr@gmail.com
    Se lo puedo dejar en chepe o por la UCR.
    Saludos

  5. Eduardo Mora dice:

    Paciencia y ritmo. Dos ingredientes para saber bailar tropical aunque la pareja parecieran las Torres gemelas.

  6. Eduardo Villalobos dice:

    Hola.. solo quería agradecer por tus palabras.. sinceramente llegaron en un momento dificil de mi vida.. me hiciste sentir muy bien…

    Te confieso que no recuerdo aquella noche.. mucho menos el baile… pero si fui útil en tu vida.. es lo único que importa…

    Me alegra mucho que el efecto perdurara tantos años…

    cuidese mucho…

    Pdt. no se preocupe, sigo siendo el mismo polo.. ja ja

  7. solentiname dice:

    Eduardo, no sé cómo llegaste hasta aquí, pero 🙂 bueno, me alegra que te haya hecho sentir bien. Pago el favor de hace 25 años. No te preocupés, no tenés porqué acordarte, fue hace añales. Y lo polo, bueno, en ese colegio de comemierdas, cualquiera que no se ajustara al estándar de los más comemierdas era polo. Así que viene a ser un piropo. Es lo que hoy correctamente llamaríamos genuino. Pucha, esto debería informarlo a esas comemierdas, para que se vuelvan a morir de la envidia.

  8. Villa dice:

    Buenas, ese tal Scooby es mi papá, y realmente me hizo mucha gracia leer esto!

  9. begon dice:

    Ese es mi amigo, definitivamente un hombre genuino y un gran ser humano. Tiene un talento para hacer sentir bien a todas las personas y por eso es un honor llamarlo AMIGO.

Y vos, ¿qué pensás?