Salí antes que el resto de la gente. No era particularmente tarde, pero la calle tenía ese aire desolado tan propio de las ciudades abandonadas. El sulfato brillaba del aguacero recién detenido. No se veía ni siquiera un carro, menos un peatón. Sombras y luces de poste, nada más.
Son cien metros– pensé- menos de una cuadra. Si le pongo llego rápido al parqueo. Y empecé a caminar.
Me pesó el bolso de la computadora, donde llevaba además la billetera. Los documentos son lo de menos. Esos los pierdo a cada rato. Me preocupan más las tarjetas. Estos zapatos resbalan. La herida me duele y me arde y no me permite dar zancadas. Correr mucho menos.
Cruzo la calle y empiezo el ascenso. Este es el escenario de una pesadilla recurrente. La noche, la calle sola, los tres tipos debajo de ese poste. Los tres. Con pantalones de mezcilla que llegan a las rodillas, las camisas abiertas, las gorras al revés. La pinta de maleantes.
Como en la pesadilla donde oigo los pasos tras de mí y cómo van acelerando. Donde corro y no corro, pero me van alcanzando. Donde uno me hace una llave en el cuello y no sé, de repente si me van a robar o también a violarme. Y la calle sola, mojada, brillante. Y la luz blanca y tenue de los postes.
En la pesadilla, cuando finalmente me agarran, se ríen, con risas feas, llenas de maldad, con promesa de dolor, humillación y daño. Yo, en el sueño y en la cama, me lleno de pánico y me paralizó y trato de gritar pero no sale nada y no hay nadie cerca que me pueda ayudar y me recrimino porqué, porqué tuve que escoger esa calle vacía si yo sé bien que es peligroso y que algo así me podría pasar.
Hay algo perverso y terrible de soñarse atacado en un lugar conocido, en una calle que ha caminado, en una ciudad que conocés. Porque siempre es San José centro. Nunca es una callecita de una ciudad imaginada. Nunca un callejón de algún lugar visitado. Siempre ese escenario familiar, pero frío, oscuro, indiferente, distante. Que sabe lo que va a pasar, lo ve, y no hace nada por salvarme.
Ese suele ser el momento que me despierto, agitada, asustada y a veces llorosa. Nunca duermo lo suficiente para saber qué me hacen, qué se llevan o si sobrevivo.
Recuerdo todo esto mientras trato de acelerar el paso pero no puedo. Me arrepiento de salir antes, de no esperar a los demás. De arriesgarme sola. Pienso en llamar a la casa, pero eso implica sacar el teléfono, llamar la atención. Además, en la pesadilla, cuando llamo, me equivoco de número muchas veces, no hay conexión, el teléfono se pega. Nadie contesta. Suena ocupado.
Me parece escuchar paso detrás de mí y me vuelvo por instinto y es solo el muro del Museo Nacional, silencioso y sin fantasmas. El corazón me da un brinco y luego, una pequeña taquicardia desordenada. Me falta el aire. Trato de calmarme y me digo que deje de imaginarme cosas, que no me va a pasar nada.
En 20 metros me volteo dos o tres veces. Los tipos del poste no se han movido. O sí. Me están viendo. O no es amí. Me están midiendo, decidiendo cuándo se me van a venir encima. Con tres yo no puedo. No puedo con uno siquiera. No quiero perder la compu, pero oponerme sería una tontera. La entregaría, sí, pero no sé si con eso basta. Yo avanzo, pero ellos no. Están compartiendo un cigarro. Porqué a esas horas, en ese lugar, bajo ese poste; no sé. Pero están en otras.
Finalmente llego al parqueo iluminado, cerrado, con rejas. Sonrío aliviada. Me acercó a la casetilla y saco un billete chiquito que ando en la bolsa para pagar e irme rápido. No serán más de dos mil pesos. A 800 la hora, dice el cartelito.
Ahí es cuando siento el filo de un cuchillo punzándome las costillas y el brazo sudado que me asfixia, de repente, apretándome el cuello.
Trato de despertarme. Trato, pero no puedo.
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